Einstein se echa al monte

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa A CORUÑA

A CORUÑA

El planetario corona la Casa de las Ciencias en lo alto de Santa Margarita, que con los años ha pasado de monte a parque.
El planetario corona la Casa de las Ciencias en lo alto de Santa Margarita, que con los años ha pasado de monte a parque.

Las ciencias y la música libran un pulso en el parque de Santa Margarita

01 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Los más viejos del lugar a Santa Margarita le siguen llamando el monte, no el parque, y te recuerdan con nostalgia los tiempos en que no había traída y había que ir al monte a pillar agua en la fuente con un botijo sudado. Son nuestros veteranos de Vietnam, que tampoco van en bus, sino en el trole, aunque el trole ya no tiene dos pisos, ni aquellas antenas como de insecto con las que se empalmaba al tendido eléctrico.

Solo hay un día al año en que la ciudad se echa al monte. Es por la romería de Santa Margarita. La familia saca el mantel de cuadros del baúl y se tumba en la hierba con su empanada, sus parrochas y su bota de tinto cosechero. Pero como ahora resulta que somos muy exquisitos, la romería ya no tiene tanto tirón y se va desinflando.

-Esto ya no es lo que era.

Lo de «esto ya no es lo que era» se oye mucho en A Coruña. Donde dice «esto» se puede escribir cualquier cosa y repetirla por la ciudad adelante, que seguro que a uno le van dando la razón por las esquinas. El Dépor ya no es lo que era, e incluso Penamoa ya no es lo que era.

Una de las miles de cosas que ya no son lo que eran es el parque de Santa Margarita, que ahora tiene en toda la coronilla una Casa de las Ciencias con su planetario, una cascada y hasta un Palacio de la Ópera con las columnas griegas que dibujó Liñeiro.

Un día cualquiera por la mañana se puede ver a los violinistas de Kentucky y Odesa, a los músicos multinacionales de la Sinfónica de Galicia, bajando con sus instrumentos al hombro por la calle Palomar (antes Martínez Fontenla) camino del palacio, con sus partituras, sus óperas y sus sinfonías en la mollera. Cuando hay un descanso salen a fumar a la escalinata o se toman una tapa de tortilla en el bar Dólar, que ahora se llama Pacholo, y que de niños, al cambio, llamábamos el Peseta, para entendernos.

La orquesta hace la música en equipo, apoyándose los unos en los otros mientras levantan a Mozart o a Mahler sobre sus hombros. Y, como en el fútbol o el periodismo literario, hay que divertirse para que salga el arte a escena.

Dejando la cascada a mano derecha, sobrevive como puede en la avenida de Arteixo un hermoso mural de Leopoldo Nóvoa al que un día clavaron una pasarela peatonal en el medio del pecho. A veces llamabas a Nóvoa a París para preguntarle algo y él lloraba en la distancia por su cerámica callejera herida.

En la esquina de la glorieta de América con Ciudad de Lugo echamos mucho de menos el bar La Cantera, que era uno de esos locales donde uno esnifaba el polvo de la historia y las regueifas de los astutos profesionales de la barra, que hasta tenían horario fijo para ir al bar, y si un día no fichaban, los llamaba el jefe a casa, a ver si estaban griposos o qué coño pasaba.

Desde lo alto de Santa Margarita hay una de las mejores vistas posibles de A Coruña, que se tumba a los pies del antiguo monte como esos mininos que se acuestan a tus pies para que les rasques la panza con mimo. Solo la mejora el último piso de la torre de la calle Costa Rica, que en un día claro te permite ver hasta las amígdalas de la ciudad. Para subir a ese último piso, el 25, de la Torre Hercón, hay que tener mucha paciencia y tiempo libre. Yo creo que en el fondo Enrique Jardiel Poncela escribió Para leer mientras sube el ascensor pensando en el rascacielos de la calle Costa Rica, porque en lo que dura el trayecto casi te da tiempo a leer a los rusos o a Proust.

Como A Coruña es una ciudad que tiende a la autodestrucción y el arboricidio, en Santa Margarita hasta se agradece el olor medicinal de los altos eucaliptos, que diría Borges.

En la Casa de las Ciencias se pueden hacer pompas de jabón gigantes, ver cómo nace un pollito en directo y observar cómo el famoso péndulo de Foucault va tumbando los cilindros mientras la Tierra rota sobre su eje y uno sube hacia la cúpula.

Arriba está el planetario, donde uno se acuesta bajo las estrellas como si estuviese tirado en la hierba, una noche de agosto, con la Vía Láctea sobre los ojos y un silbido ocioso en los morros.

En Seis paseos por los bosques narrativos recuerda Umberto Eco su visita al planetario coruñés:

-Se hizo la oscuridad más total, se difundió una bellísima canción de cuna de Falla y lentamente encima de mi cabeza empezó a girar el cielo que se veía en la noche entre el 5 y el 6 de enero de 1932 sobre la ciudad de Alessandria. Viví, con una evidencia casi irreal, mi primera noche de vida.

Fue tan feliz Eco esa mañana en la Casa de las Ciencias que incluso llegó a pensar que tal vez habría sido un buen momento para irse al otro barrio: «Habría podido morir porque ya había vivido la más hermosa de las historias que hubiera leído jamás en mi vida, había encontrado, quizá, la historia que todos buscan entre páginas y páginas de centenares de libros, o en las pantallas de muchas salas cinematográficas, y era un relato cuyos protagonistas éramos las estrellas y yo».

No hace falta ni mucho menos llegar al extremo apocalíptico de Eco. Pero Santa Margarita, con su Mozart, su Einstein, su Sinfónica y su bóveda estrellada, es uno de los rincones de A Coruña donde uno puede ser más feliz. Casi irremediablemente feliz.

En esta ciudad arboricida hasta se agradece el olor medicinal de los altos eucaliptos

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