Peruleiro, la patria del fin del mundo

A CORUÑA

En el corazón del 15011 todavía palpita el orgullo callejero del barrio

05 oct 2014 . Actualizado a las 09:08 h.

Henry Miller, que algo sabía, se definió en Primavera negra como «un patriota del distrito 14 de Brooklyn: El resto de los Estados Unidos no existe para mí más que como idea, historia o literatura». La calle era su patria.

Tuvimos un alcalde que dijo que A Coruña era una ciudad Estado, pero en realidad A Coruña es una calle Estado y cada uno llevamos nuestra calle, nuestra patria, nuestro Estado, a cuestas. Da igual las vueltas que luego dé el tiovivo de la vida. Uno siempre es de la calle donde se crio.

A mí, en este reparto de patriotismos, me tocó Peruleiro, que, como puntualizan los viejos del lugar, no es una vía cualquiera.

-Neno, esto es una avenida.

Cuando yo era niño Peruleiro estaba en el fin del mundo o, para ser más precisos, en el culo del mundo. Para entendernos, la ronda de Outeiro ni siquiera estaba acabada. Se cortaba de golpe entre unas leiras y unos penedos que separaban mi calle de San Pedro de Visma, otro planeta al que a veces subíamos por la calle Río como astronautas sin escafandra, solo para ver qué pinta tenía nuestra parroquia.

Peruleiro era (y es) la librería de Juan, que lo mismo te vende miel que La Voz, donde un día a la peluquera Loli le tocaron 800 millones de pesetas en la primitiva. Y los Blues, garimba en mano, invocando a los santos del Dépor a la puerta del Mesón de Chicho las tardes de partido en Riazor. Es el Cazolo Furado, tapa de callos y caña, una peña deportivista donde los chavales miran con reverencia las camisetas firmadas por un campeón del mundo llamado Bebeto o por el Indurain de los cinco Tours.

Es la parada del 7, la peluquería de Corredoira y son las casas bajas del camino del Pinar, que nos recuerdan que, por muy remilgados que nos pongamos, la leira siempre acecha a las puertas de la ciudad y, como el bosque de Birnam, de vez en cuando se levanta y echa a andar hacia el castillo de Macbeth o hacia la avenida de Peruleiro.

Hace treinta años o así, las vacas pasaban por la calle desde San Pedro de Visma para pastar en el descampado que había donde hoy se levanta la Casa del Agua y que entonces era un prado, donde jugábamos a poner petardos en las copiosas bostas de las marelas o nos columpiábamos de la cuerda que colgaba del gran eucalipto que se llevaron por delante el progreso, el agua y los delineantes municipales.

En la puerta de la autoescuela Tráfico, sentados sobre el respaldo del banco, miraban cómo nos peleábamos los que ya iban al instituto Masculino, que comían pipas, fumaban y nos escrutaban con el desdén de los adolescentes acelerados por las hormonas. Como no había maquinitas, tirábamos dos jerséis en la hierba y hacíamos una portería para jugar al rebumbio.

En la explanada de la Casa del Agua aún no había casa, pero sí mucha agua, muchos charcos y silvas descontroladas. Pero allí también paraba cada temporada el circo, con su carrusel de trapecistas y domadores beodos, y nos acercábamos a escondidas a las jaulas para ver a los leones con caries y a los tristes tigres y sus rayas de segunda o tercera mano.

Peruleiro era eso y la cola de los jubilados a día 1 para cobrar su pensión en la caja de ahorros, que ya me he perdido y ya no me acuerdo ni cómo se llama ahora, pero sigue ahí, en la esquina con Salvador Allende, que como Peruleiro siempre ha sido un barrio obrero tiene sus guiños rojos en la toponimia.

Era el bareto de azulejos negros con puertas de salón del Oeste, de esas que hay que empujar con las dos manos y mucho brío, adonde uno bajaba cada viernes a sellar la quiniela por orden de la autoridad, cuando la quiniela se sellaba con un timbre y goma lamida y no con un gélido escáner mecánico. Como entonces se bajaba mucho a la calle, a correr, a jugar y a montar en bici por la cuesta suicida de la avenida de La Habana, también nos usaban mucho de recaderos, así que lo mismo ibas a sellar la quiniela a aquel tugurio (al mando de una señora algo chosca del ojo izquierdo) que te daban la garrafa de vino para que la fueses a rellenar al Mesón de Chicho o a Bodegas Monforte, o te largaban a por tabaco (Benson & Hedges) al quiosco de la esquina con Gregorio Hernández.

Peruleiro eran las milhojas de Maflor, la Panificadora Coruñesa, el Ultramarinos Alfonso y las escapadas, camino del Pinar arriba, a los cines Chaplin de la ronda (que tenían la única sala X de Galicia), la escalinata interminable del Observatorio, el globo blanco que soltaban todos los días en el patio de la Aneja y el aperitivo del domingo en el Playa, donde los camareros llevaban pajarita.

Era también el clan del Antonio sembrando el pánico a punta de faca entre la chavalada y los quinquis que, cuando te encontraban por el centro, no te daban el palo porque eras de la calle.

-A este palimoco déjalo, que es de Peruleiro.

Y le levantaban las Adidas a un julay relamido de Juan Flórez que pasaba por allí.

Peruleiro era un patio entre las torres del desarrollismo que daba a Arquitecto Rey Pedreira, donde jugábamos a marear un poco la arena y a dar balonazos contra los muros, porque de vez en cuando los niños tienen que aburrirse metódica y concienzudamente como solo ellos saben.

Y era sobre todo la esquina con paseo de Ronda, que era la esquina en la que uno se asomaba a la ciudad. Desde ese cruce, a pesar del urbanismo y de los lustros, todavía hoy, en los días despejados, se pueden ver a lo lejos las escamas de cobre de las cúpulas del palacio de María Pita. El 15001 quedaba hace treinta años muy lejos de nuestro humilde 15011. Más que diez distritos postales eran diez años luz.

Porque entonces A Coruña era tu calle contra el resto del mundo. Y el resto del mundo empezaba justo ahí, en el semáforo que te llevaba a la avenida de La Habana, a Ciudad Jardín, que estaba a solo cuatro carriles de distancia, pero con sus palmeras, sus porches, sus asistentas de cofia y sus fuentes ornamentales parecía una galaxia muy lejana.

Uno puede largarse a otro barrio, otra ciudad, otro país. Pero su calle, su Peruleiro, su 15011, los lleva tatuados para siempre en las neuronas. Para esa sobredosis no hay curación posible. El resto (volvemos a Henry Miller), lo que no está en tu calle, es falso, es inventado. Es solo literatura.