Guía práctica para entender una filloa

Juan Ventura Lado Alvela
J. V. Lado CRÓNICA CIUDADANA

CAMARIÑAS

23 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Ni las crêpes francesas, ni los panqueques argentinos, los pancakes ingleses o los pfannkuchen alemanes. Ni siquiera las tortillas mexicanas o el dürüm turco en el que se envuelve la carne de vaya usted a saber qué para presentar en forma de rollo los kebab, que tanto éxito tienen como comida rápida en medio mundo. Las filloas, por más que hayan sido insultadas como un remedo del plato francés, son otra cosa y bien distinta.

Como bien dejó escrito Cunqueiro, uno de los grandes de la literatura patria y el gastrónomo con mayúsculas del país, «el gallego tiende a hacer las filloas lo más delgadas posibles. El quid de la filloa consiste en su finura, en esa delgadez como de encaje de Camariñas». De hecho, el escritor, que por más que buscaba nunca encontró otras como las que le hacía su abuela en Mondoñedo, aseguraba que deben «tener solamente aquel tostado de los rostros de las mujeres que pintó Piero della Francesca».

Con estos datos resulta ya un poco más sencillo explicarle, incluso a un habitante, si los hubiera, de esos planetas que ayer dio a conocer la Nasa, lo que es realmente una filloa. Definición que se podría obviar con un ejemplo práctico: si se puede coger con las manos y alzarla en vertical, al estilo de lo que hace el cura con la hostia en la consagración de la misa, eso es una auténtica filloa de piedra, presente en la gastronomía local desde hace al menos tres siglos.

A partir de ahí cada uno puede, faltaría más, decantarse por lo que más le guste o valerse de lo que tenga a mano, incluso si es una moderna sartén de teflón, que entraría poco menos que en la categoría del sacrilegio. La clave seguirá estando en el amoado, como lo llamaba Cunqueiro, la masa, que no es tal porque se acerca más a la textura de una pasta líquida, de la sale, si todo va según lo previsto, la reina de las exquisiteces carnavalescas. Y no, no lleva azúcar, ni leche, ni zarandajas varias. Bastan unos cuantos huevos, harina, sal y agua. Esta última, a poder ser, salida de cocer el lacón o algún otro hueso de esos que las abuelas llaman «con sustancia». Un trozo de tocino de cerdo o en su caso manteca de vaca para untar la piedra o la plancha y no se hable más.

Tampoco es un postre, ni un acompañamiento y no sabe dulce, con lo que la miel, el anís, las natillas o el chocolate, que de todo se ve, pueden aguardar en el bote para otra ocasión mejor. Del mismo modo que a los grelos solo les hace falta el chorrito de aceite de oliva si no salen de un buen caldo con su trocito de unto, las filloas se valen por sí mismas.

Un último consejo. Si le dejan, porque las autoras tienden a proteger su producción con la propia vida, sitúese al pie de la piedra y trate de capturar alguna al vuelo mientras sale todavía caliente. Tendrá entonces una definición nueva de placer.