La luz blanca, artificial, del flexo parece la mandíbula de un quirófano queriendo
devorarme. Cuando yo era un niño que quería parecerme al hombre que no he sido, dibujaba en una hoja a los patos y a los humanos (del mismo tamaño porque para mí tenían la misma importancia) bajo la luz de otro flexo. Zarpa de mí un barco que me lleva a mis muchas
noches de lamparilla y teclado, las contemplo desde el balaustre, tantas palabras al fulgor del pánico del folio…
Mis dedos han excretado de todo: cartas de amor, notas de
suicidio, una review en Tripadvisor, poemas a una litrona, una versión de Anna Karenina en la que al tirarse a las
vías del tren adquiere superpoderes, una guía de supervivencia al holocausto zombi
y la gran novela que absorberá
todo el limo de mi septicemia
espiritual, mi senda del perdedor, que ya he borrado cinco veces. Y estos artículos que, milagrosamente, se leen.
Me agarro a las teclas como a un trapecio sobre el abismo,
pero siempre procurando no
esforzarme del todo, no por vago (que también), sino por
miedo a recibir ese cruel burofax de la verdad que dice «tú no vales para esto» tras haberlo dado todo, me partiría
el corazón. Escribir a medio gas por temor al fracaso. Así es. Siempre ha sido así bajo la luz de este flexo y sobre este folio, sendero de nieve que esconde los pasos de un hombre solo.
La conclusión de esta columna es que si no te esfuerzas para lograr tu sueño siempre
podrás decir al no conseguirlo
«porque no me puse en serio que si no».
Es una mierda de mensaje, ya lo sé, pero es que no soy Mr. Wonderful y Walt Disney ha muerto.