Jaime

Maxi Olariaga LA MARAÑA

CARBALLO

18 ene 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace ya un año ya que Jaime, Jaime de los Ríos, mi amigo poeta, entregó su cuerpo al aire, a la tierra, al agua y al fuego. Pero con él no se fueron sus versos ni su desalentada armonía final. Murió en invierno porque de modo inmerecido no se le concedió habitar la piel del estiaje próximo que asomaba más allá de su tierra salmantina.

Cuando Jaime se llegó a Galicia, descubrió el verano y, entonces, comprendió el verso de su amadísimo poeta Ángel González: «La primavera está muy prestigiada pero es mejor el verano». Por eso se quedó entre nosotros y nos enseñó a conocer Castilla: «Castilla ¿Quién habló de tu tristeza/ si los ojos se hacen azules/mirando lo absoluto de tu cielo?»

Sabía que todo es bello y emocionante, ábrase el alma a la mar heroica de Galicia o a la feliz soledad del trigo rodeado de amapolas en Castilla. Jaime dejó un libro sobre la linde última que balancea al firmamento en la mecedora del ocaso. Y al poemario lo tituló: Poesía Inesperada. Tan cierto es el título como sus versos dormidos en su corazón hasta que una mañana de agosto, repentinamente, fueron aventados sobre las tierras amadas cubriéndolas con una niebla de palabras vegetales. Aquel hombre grande que cada día cruzaba el puente de ida y vuelta saludando a sus vecinos, llevaba en su interior un árbol desconocido del que pendían hojas de oro para abanicar las conciencias de los incrédulos. Tenía un lema. Un pensamiento de Voltaire: «No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». Así entendía la libertad; eso que tantos dicen y proclaman con “uve”. Lo echo de menos.