La soledad de un país

Elisa Álvarez González
Elisa Álvarez CON BISTURÍ

CARBALLO

22 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Dicen que no hay peor soledad que sentirse solo rodeado de gente. Cada persona debería decidir cuándo y cómo estar acompañada. Salvo en la infancia, cuando necesitamos un entorno fuerte que nos proteja y nos sostenga, cada ciudadano tendría que tener derecho a compartir su vida o no en función de sus intereses y necesidades. Pero noticias como las de estos días, que nos recuerdan que uno de cada siete gallegos vivirá sin compañía en apenas quince años, me generan desazón. Porque dudo que todos hayan asumido esa opción de vida.

Algunas soledades matan. No es una metáfora de la ausencia. Es una realidad. Cuántos mayores gallegos han aparecido muertos en sus domicilios tras sufrir una parada, un ictus u otro tipo de patología. En cuántos casos un familiar o una persona cercana evitaría esas muertes. Cuántas veces nuestros mayores cogen el teléfono e impostan la voz asegurando que están felices, cuando desearían una visita de sus hijos o nietos, o una llamada más frecuente.

La soledad de los mayores es pocas veces escogida. Y la solución no es transportarlos a una residencia si todavía son autónomos. No es ponerles un horario de comida, instalarlos en una habitación compartida a los ochenta años y enviarlos a clases de tai chi. Galicia es, por mucho que nos pese, casi un país de ancianos, y de cómo se encuentren dependerá la salud de la sociedad, así que si la demografía es un reto también las políticas dirigidas a los mayores.

Todos nacemos y morimos solos, pero únicamente por deseo propio deberíamos estarlo a lo largo de la vida.