Allá por mayo, un amigo me dijo que tendríamos un verano espectacular con temperaturas altas y sin lluvias. Su pronóstico estaba basado en eso de las «témporas» que ha intentado explicarme mil veces, aunque mil veces me ha dejado por imposible. Método científico o no, la realidad es que acertó de lleno. También hizo pleno en su segundo pronóstico. Ya en mayo, mi vecino estaba seguro de que pagaríamos caro el calor y la falta de agua, porque se daría el marco ideal para los desaprensivos que disfrutan destruyendo la naturaleza. Cuando julio se despedía sin que los incendiarios aparecieran en escena, pensé que quizá el monte estaría a salvo. Sin embargo, llegó agosto y la suerte se esfumó. Varias localidades de la zona volvieron a despertar el interés de quienes gozan con el espectáculo de las llamas, de quienes se creen en el derecho de destrozar el bien común y que impunemente encienden la mecha.
La culpa no es ni de las altas
temperaturas ni la de falta de
lluvia ni tampoco de la carencia de planes de conservación
y mantenimiento de los montes, aunque es evidente que estas causas alimentan el desastre. La naturaleza no arde
sola, hay que prender la mecha. Hasta resulta difícil de creer que una colilla arrojada
por la ventanilla de un coche
que circula a cien kilómetros
por hora pueda ser la causa de un desastre ecológico.
Entre los primeros culpables
de los incendios están personas sin apego a la naturaleza
que deben ser sancionados de
forma ejemplar, y también los
que se mueven por unos intereses económicos que tienen
que ser frenados en seco. Para
unos y otros, la solución es de la Administración.