Las vergüenzas que llegan a puerto

RIBEIRA

19 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace un par de años, con motivo del Día Mundial del Medio Ambiente, que se celebra cada 5 de junio, el Museo Centro Gaiás de la Cidade da Cultura acogió una gran exposición que contó con importantes colaboraciones artísticas en las que se reivindicaba la necesidad de preservar un recurso natural básico como es el agua. Entre las obras de aquella exposición se encontraba una fotografía de un metro y medio por casi tres, tan grande como impactante, de Daniel Canogar. El autor visual madrileño se inspiró en una gigantesca mancha de residuos de plástico del tamaño de un continente que flota a la deriva del Pacífico para Vórtice, en la que se mostraba a un grupo de personas flotando plácidamente entre botellas y envases.

Aquella fotografía se me quedó grabada en la recámara de la retina, junto a la explicación que la comisaria de la muestra nos dio sobre el suicidio medioambiental al que estábamos contribuyendo, de forma casi inconsciente, mientras generábamos descontroladamente residuos que acababan en el mar. Estos días, paseando por el puerto de Ribeira, como salida de la nada, se volvió a encender la chispa que aquel día encendió Canogar. El detonante fue una visión que aceptamos como algo habitual, la de una gaviota flotando entre botellas de refresco, bolsas de patatas fritas y otros desperdicios a los pies de uno de los barcos que se encontraban amarrados.

Un poco más adelante, otro remolino de basura sacaba a flote las vergüenzas de esta sociedad. Lo triste es que ni siquiera aquellos que viven de lo que el mar les proporciona, que es el sustento para tantas familias, son capaces de respetar el medio que les da de comer. Porque al margen de que aquellas botellas, bolsas y latas cayeran o no de un barco, no es la primera vez que una cateta del interior como la que escribe estas líneas ve cómo los trabajadores del puerto arrojan el papel albal que les sobró de sus bocadillos al mar, tiran al suelo el brik que se estaban bebiendo sin el más mínimo remordimiento y, por si el viento no estuviera de su favor, con una patada ayudan a que acabe en esa escombrera salada que algunos creen infinita.

Si seguimos por este camino solo es cuestión de tiempo que la visión de Canogar llegue a nuestros océanos. Tal vez si vemos más cerca el islote, si se choca contra nuestra propia parcelilla, decidamos tomar cartas sobre el asunto. Mientras tanto, como en tantos otros asuntos, recogeremos los restos que el mar escupe a las playas cuando se acerque el verano para que los turistas las vean bonitas y seguiremos echando bajo la alfombra la basura de forma trapacera. Hasta que ya no podamos esconder más nuestras vergüenzas.