De San Petersburgo a Cabo de Cruz

Antón Parada / Ana Gerpe

BOIRO

CARMELA QUEIJEIRO

Anna Kurochkina navegó desde Rusia sin emplear la tecnología moderna

04 ago 2015 . Actualizado a las 07:59 h.

Entre los yates y modernas embarcaciones amarradas en el Club Náutico de Cabo de Cruz resuena el eco de un quejido de otra época. La fricción de la lija contra la madera avejentada, para su restauración, no la generan las manos de un veterano lobo de mar. El lomo del velero Isha, en honor a la deidad élfica, es acariciado por la joven rusa Anna Kurochkina.

Esta extranjera de 22 años dejaba de serlo en el momento en que posaba sus pies sobre la tierra boirense, para el pasado encuentro de embarcaciones tradicionales. Podría parecer una visitante más, pero la historia de su travesía la aleja de clichés. Más de 4.000 kilómetros la avalan, pues, junto a su padre, ha conquistado las olas que separan Cabo de San Petersburgo.

La hazaña es aún mayor, ya que en las entrañas del Isha el zumbido del GPS no tiene cabida. Este es sustituido por el compás y la regla paralela deslizándose sobre la cartografía de papel. «Si pensamos en la historia como en una cuerda del tiempo, todos los siglos serían fragmentos indivisibles de ella», describió Anna Kurochkina en defensa de la tradición, en un hábil castellano.

La chica capaz de encontrar el camino a casa preguntándole a las estrellas lleva tres semanas viviendo sola en el velero, desde que su padre Vladislav Kurochkino regresara al hogar, y baraja seriamente alquilar la plaza en el náutico crucense durante un año. 

Artista del mar

En la ciudad antes conocida como Leningrado, Anna Kurochkina estudia orfebrería en la Escuela de Bellas Artes Tradicionales. Cada verano, desde 2001, zarpa con su familia para viajar por el mundo bajo este singular método. Su madre no les acompañó esta vez porque tuvo que cuidar de Masha, su pequeña hermana.

 Desde hace cuatro años, Vladislav y Anna, además de compartir charlas fraternales sobre: la juventud, el futuro y sus sueños; han descubierto y alimentado su pasión por la cultura céltica y los países que guardan sus vestigios. Visitas a festivales como el Interceltique, en la Bretaña francesa, formaron parte de su compromiso estival con el agua. 

Además, la futura orfebre no solo fabrica joyas, sino que también las pinta. La artista sigue un ritual a cada lugar al que llega, retratando con acuarelas o carboncillo los paisajes, cuya belleza queda desafiada en el lienzo: «Me fascina el colorido de las casas y los barcos de por aquí», dijo la pintora de nuevos mundos.

«Cada parte de este triángulo funciona como una musa para la otra parte», afirmó Kurochkina que busca aunar su amor por el mar, las alhajas y la pintura. Pero no se cree especial, aunque su instituto siempre reserve un sitio para exponer a su regreso o reciba constantes encargos de sortijas personalizadas. Y es que como sus creaciones, Anna es única.