El incalculable valor del tiempo

BARBANZA

24 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Nos hemos olvidado de lo que es realmente importante. Hemos preferido mirar hacia otro lado antes que reflexionar sobre nuestra realidad. Inmersos en una sociedad atada al consumismo, nos hemos convertido en auténticos adictos. Necesitamos comprar. Estamos obligados tener. No somos nadie sin no poseemos. Perseguimos ese objetivo a toda costa, como si fuese nuestra gasolina. Consumir nos libera, funciona como un bálsamo para nuestro organismo, es como una ráfaga de aire fresco en una sofocante noche verano. Comprar nos hace pensar que nuestras vidas tienen sentido, nos hace más dichosos.

La efectividad de esa liberación es proporcional al dinero que hemos gastado en cada compra. La relación es simple. Quien se agencia un coche de 10.000 euros se siente más capaz que el vecino que tiene uno de 5.000. El que se hipoteca por un deportivo de 50.000 se ve más importante que otro que conduce uno de segunda mano. Es como una droga, en la que el efecto logrado se corresponde a cada céntimo que hemos gastado.

No lo hemos meditado demasiado, pero ha sido necesario mucho márketing para que aceptásemos que el salario mensual de un mileurista está bien gastado en un teléfono de última generación. Ha sido necesaria una ingente cantidad de mensajes subliminales para que entendiésemos que era más importante el tener que el ser. Ahora mismo somos lo que tenemos, por eso, quien nada tiene, nadie es. Por desgracia nos hemos olvidado de la frase de Ramon Llull: «Es muy pobre quién no se tiene a sí mismo».

Mientras charlaba este mismo lunes con un viejo amigo empezamos a divagar sobre la importancia del dinero y el incalculable valor del tiempo. Él me recordaba que el único gasto que realmente merece la pena es aquel que dedicamos en nosotros mismos. Viajar, conocer, vivir, sentir... el resto, la felicidad que viene unida a todo aquello que es material, dura lo que tardamos en aburrirnos y querer poseer algo mayor, más lujoso, más brillante.

Mientras divagábamos recordamos cuáles eran en realidad los momentos que años después aún nos sacan una sonrisa. Recordamos las acampadas, los viajes, las cenas, las largas sobremesas y las tardes de cervezas. Nos vinieron a la mente los cientos de batallas que vivimos juntos o solos, pero que nos ayudaron a convertirnos en lo que somos hoy en día.

Mientras las enumerábamos descubrimos que no recordábamos lo que habíamos gastado en cada una de ellas. Como lección, después de habernos equivocado cientos de veces, ambos entendimos que el único bien que nunca recuperaremos, cuyo valor es incalculable, es el de nuestro propio tiempo.