«Morituri te salutant»

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

15 ene 2017 . Actualizado a las 22:09 h.

maxi olariaga

Nos creemos eternos. No hallo otra explicación a la contumaz resistencia que ofrecemos a la muerte. No solo me refiero al instinto de supervivencia que nos mantiene en pie en medio de la batalla. Tampoco a la lucha desigual que mantenemos con el Caballero Negro durante largas agonías doloridos y desesperados en la asepsia oceánica de los hospitales mientras la termita letal horada nuestros días hasta el derrumbe total de las bellísimas columnas de ébano que sostuvieron nuestra juventud. Es la conducta. Esa conducta perversa que puede observarse en toda clase de gente a la que nada importa abrirse paso buscando su gloria efímera, pisoteando cadáveres y propagando calumnias con el fin de eliminar todo vestigio de aquel a quien consideren un estorbo en su camino hacia el éxito.

Se diría que los que protagonizan este sacrílego papel de sicarios de sí mismos y a sueldo de su imagen reflejada en un espejo, en ninguna de sus horas tuvieron ni han de tener en cuenta que son carne mortal. Resulta pavoroso sentir la mirada o la mano de esta gente caer sobre ti que ingenuamente te dedicabas a vivir dentro de tus fronteras, cultivando tu trigo y tu viña, perfumando tu cama con las gardenias del amor y alimentando tu espíritu con el maná de las artes. Tú que creías haber encontrado el País de Nunca Jamás y que llorabas por los Niños Perdidos, puedes percibir tras el rosicler de cualquier amanecer inesperado, el dolor y el ensañamiento con el que te hieren los desalmados, esos inmortales que como dice el saber popular, algún día llegarán a ser los más ricos del cementerio.

La vileza, como la cizaña, prende en cualquier tierra sea feraz o yerma, y la mala hierba trepa hasta nuestros tejados y se asoma a nuestras ventanas para descubrir nuestra inocente desnudez, invadir nuestras islas refugio y mostrarlas a los sedientos de sangre virgen que esperan inquietos regando con su baba putrefacta la arena del circo. Aunque nos creamos seguros, aunque hayamos llegado a convencernos de que habitamos casas confortables y dormimos en lechos de seda, nada es más cierto.

Todo es un fraude, un engaño, un cebo que hemos mordido como un pez bobalicón para quedar para siempre a merced de los caprichos del Rey Pescador que vive balanceándose en su hamaca de redes de oro.

Hemos viajado hasta aquí voluntariamente sin oponer la menor resistencia. Nuestra estulticia ha llegado al grado sumo, pues elegimos nosotros mismos a nuestros verdugos para que lleven a cabo su planes. Cada niño que muere de hambre o enfermo por falta de cuidados, es un golpe directo al corazón. Cada mujer, cada hombre que vaga por los caminos de nieve en busca de la libertad que le negamos es una blasfemia que nos mata poco a poco con un dardo emponzoñado en la sangre maldita de los poderosos. A los que presiden el espectáculo del circo, desde el infierno en la tierra, les saludamos con respeto. ¡Morituri te salutant! Ellos displicentes despliegan el pañuelo para que se inicien los juegos. Y, en el colmo de la necedad, nos matamos los unos a los otros para diversión de los que se creen inmortales y de los lacayos que, siendo de los nuestros, vergonzosamente se sientan a sus pies como bufones de la ignominia. ¡Los que vamos a morir, te saludan!