Versos, palabras. Naufragio en otoño

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

27 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

maximalia maxi olariaga

Dobla ya mi nave el último cabo del último océano de este mundo raído por el otoño. Tal vez tanta melancolía hundida en las hojas que saltan como grillos de oro en las alamedas, me haya despellejado el alma. Quizás el ánimo que oxigena mi respiración abatida por la lluvia se me esté apagando como la luz de la vela que ahogo asfixiando en mi mano cerrada su incandescencia.

No tengo ganas de escribir, pero sí necesidad de hacerlo. Parece una contradicción, un sinsentido y hasta, tal vez, una pose o un juego que me propongo a mí mismo para probarme, para asegurarme de que estoy en condiciones de gobernar la nave y que todo el aparejo está armado y dispuesto a doblar el temido cabo que irremisiblemente conduce al duro mar del invierno sobre el que habré de navegar el ya cercano año venidero.

No tengo ganas de escribir y, para olvidarlo, trepo hasta lo más alto del palo mayor. Balanceándome en la cofa, a merced de la tempestad que se adivina al otro lado de diciembre, diviso la superficie gloriosa y encallecida de una mar de pizarra herida por puñales de merengue que una y otra vez brincan sobre la superficie embelleciendo su oscura solidez.

Lo he pensado bien, créame, lo he meditado y he llegado a concluir que para expulsar de las murallas del alma la astenia y la melancolía, nada mejor que acudir a los elegidos. Así que abro mi Libro de Horas que en casa como un perrito fiel me sigue a todas partes y abro al azar su pecho: «Queda quizá el recurso de andar solo,/ de vaciar el alma de ternura/ y llenarla de hastío e indiferencia,/ en este tiempo hostil, propicio al odio». Este es el inesperado puñetazo del poeta Ángel González. Y acuso el golpe.

Me amarro a una bita de la amura de babor para que un golpe de mar no me arroje por la borda y, temblando, abro mi libro por otra página. Apenas entreveo los versos a la luz de la luna que baila desnuda: «Debo robar palabras, o inventarlas, y concederle al mundo aquel fulgor que tuvo,/ pues todo se me acaba, en esta habitación,/ al ver mi rostro roto/ en todos los pedazos de este espejo ahora roto». Francisco Brines, poeta amado, me anima a seguir amarrado y llevar a mi nave adonde quiera que la mar de pizarra y merengue la lleve. Me sobresalto. Adivino brotando desde un balcón que cuelga del horizonte, la voz lejana de José Ángel Valente: «En el vacío del amor,/ en un tiempo lunar, lívido y frío,/ nace la envidia».

Recuerdo a Rosalía y rebusco su palabra limpia para aliviar la pena oscura que retuerce furiosa la escasa luz de mi alma: «Estaba tan soia! Nin bote, nin lancha./ Nin velas, nin remos,/ a vista alegraban;/ E soias as veigas/ tamén se quedaran».

Creo que fue definitivo. Desamparado, abandonado por los poetas, las amarras comenzaron a claudicar y rodé por cubierta hasta la popa donde el timón giraba alocadamente en manos del temporal. Una última maniobra acaso aún podría salvarme. Por eso pedí su palabra a Gil de Biedma: «De todas las historias de la Historia/ sin duda la más triste es la de España,/ porque termina mal. Como si el hombre,/ harto ya de luchar con sus demonios,/ decidiese encargarles el gobierno/ y la administración de su pobreza». Antes del naufragio, en una botella de papel, lancé a la mar este escrito.