Anuncio indeseado del otoño

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

18 sep 2016 . Actualizado a las 15:04 h.

Todavía hoy me niego a creerlo. No asumo que el otoño madruga. Madruga tanto o más que la madrugada. El otoño no comienza con ese estruendo de hojas amarillas alfombrando las alamedas ni con ese aire frescal que golpea los cristales empañados por el aliento de la noche. El verano se va subido a los coches, a los trenes y a los aviones a partir del 15 de agosto llevándose las sonrisas amadas de las que solamente se puede disfrutar una vez al año.

A partir del 15 de agosto, los besos ausentes y la amistad de tantos y tantos años, regresa a otros mundos lejanos y no volverán hasta que las hogueras de San Juan abatan con su fuego de estrellas recién nacidas los portones del invierno.

Apenas me había acostumbrado a reconocer en las viejas calles de mi pueblo los pasos de mi gente querida. Todavía no se había consumido el vino que abrimos el día de su llegada. Aún no habíamos recogido el mantel que extendimos sobre la hierba de la primera romería y ya los coches se alejan camino de los aeropuertos y las estaciones. Por eso clamaba Jorge Manrique: «¡Cuán presto se va el placer, cómo después de acordado da dolor! ¡Cómo a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor!».

El otoño, no lo dude, comienza a esa maldita hora de ese maldito día en el que los amigos se pierden en el horizonte de asfalto que nos separa de su presencia cotidiana. Con ellos se van las palabras, las risas y los brindis. Con ellos, con los amigos, con los hermanos, se van los paisajes, los caminos y los atardeceres tendidos sobre los toldos de las terrazas.

Este otoño que comienza a reptar como una procesionaria desde el 15 de agosto, se pierde en la hondura del telón tras el que los dioses representan la Comedia del Arte hasta su día 31. Para entonces ya todo estará perdido. Aquí nos quedaremos los de siempre, tal vez hartos de vernos cada día, de conocernos y de soportarnos queriéndonos con nuestros defectos y alguna que otra virtud.

Echo de menos que la dueña de mi bar preferido no vea a mi lado a un cliente nuevo. No poder decirle «es mi tía, vive en Marsella». «Es mi amigo, acaba de llegar de Madrid como cada año». Vuelve la aplastante rutina indiferente y ciega a la rotunda belleza del otoño que me envolverá en sus perfumes perturbadores hasta arrugar mi razón.

Para cuando me reponga del desmayo que me provoca la ausencia de todos aquellos que tanto deseo tener a mi lado durante el año, ya el invierno con su gorro de Papá Nöel se habrá adueñado de los malecones y habrá sometido la firmeza de los árboles y la cartelería electoral. Será todo tan reiterado, tantos y tantos años repetido, que no hallaré refugio ni consuelo en rincón alguno.

Tal vez este año me tienda en el suelo sobre la alfombra y, poco a poco, me ahogue en ella hasta desaparecer difuminado en sus colores. Esperaré como un oso desdentado y viejo a que un rayo de sol traspase como una jabalina de ébano la puerta de hielo de mi gruta. Abriré los ojos agotados y resecos por la monotonía de los meses de plomo y, desperezándome, saldré al exterior. Sujetándome al arnés de la primavera ascenderé hasta la cima aún nevada de mi edad. Y llegado a ella, escrutaré el sendero por el que regresarán como siempre las estrellas. La luz de los que tanto amo.