Ochenta años no es nada

La Voz MAXIMALIA

BARBANZA

24 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

MATALOBOS

Tal vez, en purísimo español, debería decir; ochenta años no son nada. Pero Gardel cantaba su tango: «Veinte años no es nada» y, en casos como este de vida o muerte, respeto más a Gardel que a la Real Academia. ¿Volver? No estoy dispuesto a hacerlo y menos a lugares y días en los que nunca he estado ni vivido. Gardel canta: «Las nieves del tiempo platearon mi sien», y para constatarlo me miro al espejo al que últimamente me enfrento de reojo e incluso a ciegas porque lo que veo me parece que cada vez contiene menos de lo que yo creía que aún abundaba en mí. No preciso llegar a los ochenta años para saber que lo hecho, hecho está y que el gran tobogán me conduce, sin frenos ni marcha atrás, a la tierra de la que broté una lejana primavera. Ochenta años no es nada pero para muchos, por lo que he podido observar esta semana, la última ochentena de esta pobre España, madre e hija a la vez de cien pueblos, no han pasado bajo nuestros cielos ni sobre nuestras tumbas.

Ochenta años después de aquel crimen contra el poder de los ciudadanos, a demasiadas gentes todavía les molesta la memoria del blasfemo golpe de estado que el general Franco y sus secuaces llevaron a cabo para hacer a la patria, una, grande y libre. No hay que ser un historiador puntilloso para comprender que España era el 18 de Julio de 1936, una, grande y libre como lo es hoy. Pero los de la pistola al cinto querían una aatria a su manera y a fe que colmaron su deseo.

Siendo como es tristísimo que aquel episodio sanguinario cercenase cientos de miles de vidas y retorciese el florido sendero de la libertad, es nauseabundo que todavía hoy se estigmatice a quienes excavan los ceniceros de los días buscando algún rayo de luna que se halle enterrado bajo el peso del reloj de nieve cuyo péndulo fue degollado ochenta años atrás. Ciertamente la historia del mundo siempre ha transitado por el mismo callejón sin salida. Si en este escrito nombrase a todos aquellos hombres y mujeres cuya única meta fue desvelar la verdad y por ello fueron deshonrados, encarcelados, atormentados y al fin, vilmente asesinados, necesitaría no solo mil periódicos sino mil años más de vida.

Avergüenza e insulta al cabal razonamiento el ver como todavía hoy, ochenta años después, alguien que busca a sus muertos o cualquiera que estudie aquellos días de ceniza de mariposas y difunda sus conclusiones sobre la desgracia acaecida, se convierte en una molestia, en un tipo sospechoso y, según de que boca salga, en un peligroso comunista que quiere poner en riesgo nuestro maravilloso estado de bienestar. Hemos oído decir a altos cargos políticos que aquellos que buscan las tumbas de sus muertos, lo hacen porque lo que realmente pretenden es el dinero de la subvención. El hecho de que sus afines no le reprochen sus palabras, no hace más que dar por entendido que las suscriben.

Claro que, en un episodio vergonzante, estos mismos prorrumpieron en una atronadora ovación cuando en el Parlamento del pueblo aprobaron, es patético, participar en la guerra de Irak. Hasta hay quien mantiene que «nosotros no estuvimos allí». Ese nosotros, ahora caigo, lo dicen por ellos. Cuando volvieron los ataúdes, la autoridad competente, lucía alrededor de su fino cuello un lazo negro, podrido y unisex.