Queremos disfrutar de Sálvora

María Xosé Blanco Giráldez
M. X. Blanco CRÓNICA

BARBANZA

12 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace aproximadamente una década, cuando Sálvora estaba en manos privadas, tuve ocasión de visitar la isla en el marco de una expedición organizada por el empresario Ramiro Carregal, que por aquel entonces tenía alquilado el paraje para uso personal. Pese a que no había guías especializados liderando el grupo, aquella excursión me sirvió para conocer la historia de un rincón privilegiado de la ría de Arousa y para quedarme prendada de él. Paseé por sus playas, contemplé el bravo mar de las rocas situadas en el entorno del faro y me adentré en las viviendas del viejo poblado.

Cuando a mediados de junio regresé a Sálvora, lo hice con la esperanza de reencontrarme con aquel diamante ya pulido, tocado por la mano del hombre para garantizar su protección, pero también para facilitar su disfrute por parte de los vecinos. Volví desencantada y no fui la única. Que un portalón de hierro cortara el paso de los visitantes varios metros antes de llegar al faro y que se impidiese caminar con libertad por otro punto que no fueran las dos pequeñas playas situadas a la entrada de la isla fueron las primeras decepciones, pero no las únicas.

Con tristeza comprobé que, a grandes rasgos, Sálvora sigue estando como la encontré hace diez años. En el viejo poblado se ha cortado la maleza y se han retirado los enseres y piezas domésticas que quedaban en las casas, pero el estado ruinoso de estas sigue siendo evidente. Hasta el antiguo tractor, tantas veces fotografiado, continúa resguardado a medias en una de estas construcciones, oxidándose cada día más.

Tampoco en el gran pazo que da la bienvenida a los turistas se ha hecho gran cosa. Sigue cerrado a cal y canto, pese a conservar restos de la antigua fábrica salazonera que bien podían estar musealizados y a disposición del público. También aquí, la vieja calesa que puede verse a través de una cristalera es testigo inmóvil de los efectos del paso del tiempo. Como lo son, sin que al parecer nadie haga nada para evitarlo, la fuente de Santa Catalina, que pide a gritos una actuación, o el gran lavadero situado a la entrada del pueblo, que debería saludar a los visitantes con agua transparente y cristalina, pero lo hace con un líquido verdoso.

Yo no pido que haya barra libre y se permita que cientos de personas pisoteen a sus anchas la isla, pero si las restricciones tienen como fin la conservación y protección del paraje, ¿por qué no se actúa de una vez por todas sobre esos elementos patrimoniales? Difícil veo también que se pueda ampliar el cupo de visitantes, fijado en 125 personas al día, sobre todo cuando se carece de servicios mínimos como unos baños. En toda la isla solo hay dos, los mismos que hace una década.