La consagración de la primavera

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

01 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Ígor Stravinski alcanzó el séptimo cielo del arte con el estreno en París de La consagración de la primavera el 29 de Mayo de 1913. Revolucionó la música y esta santificó para siempre a aquel joven ruso que retorció los pentagramas y el canto de la cuerda, las maderas, los metales y la percusión con una mano hechizada y descendida de las alturas. Ni Stravinski ni quienes en aquella primavera de 1913 extendieron en el teatro de los Campos Elíseos una alfombra vegetal para que la pisasen los elegidos, los poetas, los cantores y todas las almas limpias, libres y dispuestas a aceptar la maravillosa contingencia de vivir y amar a sus semejantes, pudieron suponer que aquel día sobrevolaba, llevado por la mano amorosa de Mayo, el último y fugaz parto de las flores.

Nadie pudo presentir ni profetizar que a partir del siguiente año de 1914, para siempre al mundo conocido se le ajaría mustia la rosa del corazón y sus pétalos se diseminarían en el aire fétido de la guerra hasta morir de angustia en los basureros de la historia. La consagración de la primavera se convirtió así en el fiel de una balanza enloquecida e incapaz de sostener firmes sus brazos para dar cuenta exacta de la medida de los sentimientos. A partir de aquel año, el mundo se volvió enemigo de sí mismo y como bien anunció Mateo en su evangelio (24:7) «Se levantará nación contra nación y reino contra reino, y habrá hambres y terremotos en diversos lugares; pero todo esto es el comienzo de los dolores». Y así fue y ocurre hasta el día de hoy en el que, lejos de remitir el desafuero, el crimen y el desamor, la primavera agoniza y sus estertores de coloso vencido se llevan por delante la solidaridad, los besos, las caricias y todo aquello que de verdad debiera importarnos.

En alguna parte leí que el día anterior a comenzar la Primera Guerra Mundial y ciertamente también la segunda, ningún editorial de prensa, ningún avispado periodista anunció en sus medios, tal posibilidad. Así vivimos hoy. La prisa, la urgencia de tomar caminos que ignoramos adonde nos llevan, el seguidismo y la estupidez de lo que está de moda o se lleva aunque sea un atentado contra el buen gusto, nos conducen más que probablemente al réquiem final de una raza, los seres humanos, que fuimos poseedores de un maravilloso planeta desde el que pudimos iluminar el universo.

El odio, la malquerencia, la desidia y la prevalencia, se han instalado en nuestras casas y en la chimenea solo arden los leños de la violencia, el robo y el desaliento. Tal vez si hubiéramos escuchado con más frecuencia y atención al joven Ígor Stravinski, al cascarrabias Beethoven o al alocado Mozart. Si hubiésemos leído cada noche un poema o contemplado un cuadro. Si hubiésemos dado amor a manos llenas y no nos hubiese avergonzado desnudar el alma ante los demás, hoy viviríamos la consagración de una perpetua primavera. Pero desde que el mundo es mundo el hermano se levantó contra su hermano y el hijo contra su padre. La fiera indomable que vivía enjaulada en el más oscuro rincón de nuestra alma, fue liberada por nosotros mismos y ahora, libre, devora todo lo que halla a su paso.

Nadie, ni los más poderosos, saben qué va a ocurrir. Y las flores se pudren ahogadas en la turbidez de nuestra sangre.