Me lo dijo un pajarito

Maxi Olariaga

BARBANZA

07 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Ahora que ya mi desvencijada nave va doblando el cabo del fin del mundo, ahora que crujen sus amuras, vacila su quilla y alabean sus mástiles, en las largas noches de insomnio, me viene frecuentemente a la memoria aquel pajarito que le contaba a mi madre mis pecados. Me dijo un pajarito que esta mañana no fuiste a la escuela, me apremiaba. Y yo que había estado toda la mañana zascandileando y apedreando lagartos en el muro de los Franciscanos mientras abarrotaba de moras mi boca, me preguntaba cuál de todos los pájaros con los que me había cruzado le había ido con el cuento. Desconfiaba de un mirlo, un solitario, una mancha negra de pico rojo que caminaba a saltitos buscando alimento bajo las camelias. Me quedaba mirándolo mientras se buscaba la vida indiferente a mi presencia y cuanto más lo observaba más se afirmaba mi sospecha. Me lo dijo un pajarito, decía mi madre cuando llegaba del Frente de Juventudes de Falange, cosa que tenía rigurosamente prohibida, y a mí se me atragantaban las palabras con las que explicarle que era el único lugar en el que había una mesa de pingpong.

Arrebatado por la furia me acercaba a las camelias y acechaba al mirlo que por allí seguía a lo suyo, picoteando acá y allá sin inmutarse. Me lo dijo un pajarito me espetó mamá el día que supo que me gustaba María Ester, una perla con trencitas hija de un Guardia Civil de Calatayud, destinado en Noia. Aquel día me sentí herido y me fui a buscar al mirlo armado con mi arco de ballestas de paraguas. Pero el pájaro me desarmó con una sola mirada. Se detuvo un momento entre picoteo y picoteo, me miró sorprendido e inocente y se echó a volar hasta asentarse en lo más alto de un magnolio. No puede ser él, me dije, y decepcionado volví a casa. Mamá me puso de cena un chocolate con picatostes y lo aparté como si fueran tripas de pescado. ¿Te encuentras mal? preguntó acariciándome el pelo. Las lágrimas se amontonaron en mis ojos como una catarata: ¡Pregúntale a tu pajarito! contesté mientras corría a esconderme en mi cuarto. Recuerdo entre la oscuridad como besó mi frente y avió las sábanas.

Aquella noche soñé con el mirlo y con cientos de bandadas de golondrinas que me llevaban acostado sobre su colcha de plumas camino del sur. Mamá nunca más me habló del pajarito que conocía todos mis secretos y ahora echo de menos que alguien lo haga. Hace unos días le dije al hijo de unos amigos, un mocito de diez años, que un pajarito me había dicho que jugaba muy bien al fútbol. Sin levantar los ojos de la pantalla de su móvil, me contestó: los pájaros no hablan. En aquella hora sentí una bofetada gélida y afilada como la nevisca. Por la tarde, caminado bajo las camelias volví a ver al mirlo, tan avejentado como yo, que seguía inquieto buscando su sustento en las semillas que escondía el césped. Le dije que los niños no creían en los pajaritos que conocían sus secretos y, créanme, pude ver como una lagrimita de nácar se deslizaba plumas abajo como un río de plata sobre su manto negro. Se fue para siempre y yo busqué amparo en el cielo nublado que anunciaba tormenta y recordé a mamá. Por fin había encontrado al pajarito que le contaba mis aventuras en los lejanos días de Catón y tiza en los que mi vida comenzó a escribirse en el encerado de la escuela.