Crueldad infantil

Maxi Olariaga

BARBANZA

15 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Tal vez sea cierto. Los niños son y fuimos crueles. ¿Quién de nosotros no recuerda algún episodio de crueldad innecesaria? Ensañamiento con animales o con algún compañero de escuela que tal vez fuera tartamudo, bizco o simplemente gafotas. ¡Cuatro ojos, capitán de los piojos!

Alguno podía llegar a atormentar con muecas perversas a un niño lisiado. Si, ciertamente la crueldad aparece pronto, como la muerte. En aquellos días no era difícil ver a una mujer llorosa con un pequeño ataúd blanquísimo sobre su cabeza, subiendo O Curro desde el taller de los Nicheiros hasta su casa en la aldea donde, sobre una cama, yacía un niño muerto rodeado de flores y fiuncho.

La pobre mujer pasaba ante nosotros que jugábamos a las bolichas bajo el soportal del Coliseo Noela y su pena de acero helado segaba la cortina de gritos y bullicio tras la que vivíamos ajenos a su dolor. Entonces la veíamos soportando aquel árbol blanco, aquel nido último de uno de los nuestros. El silencio hacía vibrar el aire detenido en el soportal y una muesca de fuego sólido tatuaba algún rincón interior. De pronto volvía el guirigay y la muerte se alejaba camino del cementerio. Pero de aquella violación inesperada nacían los primeros odios, las primeras crueldades. Por eso después éramos capaces de torturar a un pájaro, a un gato o a nuestro prójimo con sadismo.

La literatura infantil más clásica, Bambi, Pulgarcito, Cenicienta, Caperucita Roja, Peter Pan, La Bella Durmiente? no eran ni son, releídos con mis ojos cansados, más que relatos de terror de crueldad extrema. Niños y niñas sometidos a todo tipo de abusos. Esclavizados, raptados, e incluso transformados en seres horribles a la espera del Hada Azul que los liberara de todo aquel sufrimiento.

Esa crueldad también, gota a gota, iba horadando en nuestras almas un pozo de odio que nunca llegaría a secarse. A veces, usando la razón, podemos mantenerlo sellado sin probar ni una sola gota de tan letal veneno. Pero el agua tóxica está siempre ahí empujando con fuerza. Por eso un día se desborda y nos pone en la boca o en la mano una daga oxidada con la que, inmisericordes, herimos a aquellos que un día amamos sin esperar nada a cambio.

Cuidado con lo que hacemos con nuestros niños. Tal vez nuestra necia soberbia les esté inoculando el fantasma del odio.