La partida de dominó

Maxi Olariaga

BARBANZA

19 abr 2015 . Actualizado a las 05:05 h.

A primera vista se diría que esa fotografía, ese instante robado a sus vidas, esa congelación de cuerpo y espíritu en la que Fidel Castro y Manuel Fraga inician una amigable partida de dominó, refleja la cotidianeidad de la vida de dos amigos de toda la vida que, mientras el cantinero fragua unos omnipotentes carajillos para servir en tan ilustre mesa, acostumbran a jugar las tardes de los viernes para descansar de las ingratas labores de la gobernación. A pesar de tan idílica sensación, no puedo dejar de adivinar mi boca, mis ojos, mis piernas y mis manos incardinadas en esas fichas blanquinegras con un número vil grabado en mi frente.

Pongamos que soy el tres doble, un número cualquiera entre los veintitantos puntos negros horadados en el marfil que previamente lució orgulloso años atrás un imponente elefante africano. Aquel elefante fue abatido sin perdón para comerciar con sus colmillos que como cetros reales gobernaron implacables y orgullosos la sabana y el territorio del león, el tigre y el guepardo. Bastó un solo balazo del rifle del hombre blanco recién llegado del norte con su avaricia helada a cuestas, para que aquel emperador se desplomara con estruendo levantando un nimbo de polvo que al punto alertó a los buitres. Aquellos colmillos imperiales ahora están sobre esa mesa de un jardín palaciego de La Habana a miles de quilómetros del reino del espanto de la manada que vaga desorientada alrededor del trono vacío del gran rey elefante.

Los que manejan las fichas del dominó que dormían ajenas al juego en el lecho mullido e interior de la ancestral pensión de los fabulosos colmillos del emperador africano, también tuvieron sus tronos en aquellos días. Tenían el poder de mover aquellas fichas amasándolas bajo sus manos y colocándolas a su antojo una tras otra, a condición de que cada una casara con la siguiente. El cinco con el cinco, el dos con el dos y el cuatro con el cuatro.

Ya lo dije al principio. No puedo evitar la meditación caótica de que, entre sus dedos, los seres humanos, la fauna, las aguas, el mineral y la flora, fuimos, somos y seremos esas fichas que ordenadamente disponen Fidel y Fraga, los que les precedieron y los que tras ellos han venido y vendrán, atribuyendo a cada quien su lugar, su procedencia y su origen. Iniciado el juego, usted y yo acudiremos inermes a la orden de sus deseos. Hoy toca guerra, mañana revolución, pasado hambre y al siguiente día peste, abundancia, guerra o muerte.

Estamos aquí hablando de dos jugadores aspirantes al cetro, a la corona de oro entretejida con laurel del huerto de Los Olivos. Pero, arriba, mucho más arriba, más de mil millas al norte, se juega la verdadera partida. Allí, sobre una mesa de diamantes, un bajorrelieve de nuestro espíritu adorna la faz de las fichas y los rivales enfrentados menean nuestro destino con la displicencia de un jugador asegurado en su ventaja. De hecho, aún hoy, según quien vaya a Cuba a visitar a Fidel, se dice que es un traidor a la Patria o un prohombre con una visión de estado como nunca se ha visto ni leído desde los viejos tiempos y lugares en los que, hace ya muchos siglos, se ha puesto el sol para siempre. Me conformo, se lo juro, con ser la blanca doble.