Divinos escombros

Maxi Olariaga

BARBANZA

18 abr 2015 . Actualizado a las 17:33 h.

Divinos y mágicos escombros. Luz de piedra atomizada. Polvo en suspensión tornasolado por un rayo urente que hirió de muerte la pantalla del cine de mi calle cuando aún no era consciente de que los sueños mueren y de que aquella sábana blanca serviría de sudario a aquella ciudad plana en la que bullían arremolinadas las pasiones de los héroes.

No recuerdo el año ni el mes ni el día. No quiero preguntarlo. Es un recuerdo cruel y la memoria se ha encargado de ocultarlo en lo más intrincado del bosque de meninges, allí donde ya no llueve y el riego no es más que una costra seca retorciéndose como King Kong herido de muerte en la aridez de lo que un día fue un torrente loco. Una catarata como la que Marilyn contemplaba en Niágara abrumada por el peso de la culpa. No recuerdo qué hoja se desprendió del calendario en aquel prematuro otoño de mi vida pero sí como Robert Mitchum silbaba llamando a la muerte en La noche del cazador mientras acariciaba un colt disimulado en su biblia de pastor hipócrita.

Recuerdo el réquiem de las bandarrias arruinando las paredes del cine de mi calle y sus golpes responden al eco de la maza del romano marcando el ritmo de boga a los galeotes antes de entrar en combate. Se incendia la pantalla, el espejo de todo aquello que entonces soñaba yo llegar a ser, y el rostro de Peter Ustinov tañendo la lira de Nerón se deforma hasta dibujar una sonrisa patética sobre la destrucción de Roma por el imperio del fuego.

Entre las llamas arde Pinocho y a pesar de que en su agonía llama al Hada Azul con su vocecita de madera, ella no acude esta vez a socorrerle porque sabe que todo está consumado. Peter Pan huye por el tejado a punto de desplomarse sobre la acera y abandona a su sombra perdida en el patio de butacas.

Y mientras Alec Guinness destruye el puente sobre el río Kwai, haciendo imposible el retorno a Fantasía, Mickey Mouse, transformado en aprendiz de brujo, barre con su escoba mágica las cenizas del celuloide con el que se alimentaba Disney.

En esa foto, muda por el espanto, aun se sostiene en pie el arco del triunfo bajo el que desfilaron los nazis y los aliados luciendo su soberbia ante los parisinos y adivino a Bogart y a Bergman diciéndose: «Siempre nos quedará París».

El cine de mi calle, el cine Galicia, el cine de arriba como le conocíamos los noieses, se hundió como el Titánic traspasado por el afilado cuchillo de hielo de un iceberg errante, y un aire helado se instaló para siempre en el espacio que un día ocuparon mis sueños más amados.

No es la primera vez que al pasar ante lo que hoy son unas galerías comerciales me parece ver en el contraluz del fondo a Pepe Isbert esperando a Mister Marshall o a Sarita Montiel vendiendo ramitos de violetas.

Una madrugada, al pasar ante mi cine muerto, me abanicó su aliento. Su aroma era una mezcla de Zotal, cacahuetes, menta y besos robados. Me acerqué a la reja y pude vislumbrar a James Dean empapado en petróleo y a Moby Dick llevando enredado en su lomo a Gregory Peck. De pronto miles de pájaros surgieron de la oscuridad y se posaron en el tejado y en los cables llamando a Hitchcock. Él no contestó. Con los hermanos Marx, con Charlot, con Laurel y Hardy yacía, sin epitafio alguno, bajo aquellos divinos escombros.