Fonforrón. O son do Son

Maxi Olariaga

LUGO CIUDAD

07 sep 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Ha vuelto a suceder. A mediados de agosto vinieron a verme unos viejos amigos. Viven Galiza. La viven y la mueren como mariposas errantes. Llegan de lejos, de muy lejos. Se apean en la linde costanera de Lugo y de autobús en autobús se llegan al sur dejándose llevar por los cañones del Sil hasta su encrucijada con el Gran Padre Miño. Bordeando su ribera, como tercos e incansables caracoles, comienzan la ascensión camino del norte hasta lograr el descanso yaciendo boca arriba sobre la colosal cama de piedra del Obradoiro. Repuestos y aprovisionados, se lanzan a la caza de aromas vegetales, acosando a las ninfas y a las náyades que viven en las fragas que, al viajero que aventura sus pasos por el interior, le conducen a Camariñas y a la gran galería de Fisterra, de la que ellos dicen que no es otra cosa que la proa petrificada del galeón del Holandés Errante.

Me dicen que pueden pasarse horas y horas balanceándose en las amuras de la gran nave de Europa, observando como el violento puñal del viento peina y repeina la mar ondulando sus cabellos que, perfumados de sal viva, besan y besan los pies de los Atlantes que sostienen nuestro continente. Cumplido ese rito mágico, purificados por el incienso líquido de la espuma atomizada, reemprenden el viaje al sur hasta rendir camino en O Tapal de Noia. El mismo ritual que en Compostela. Se tienden sobre la piedra milenaria y miran a los ojos de los músicos soldados al pórtico por los maestros canteros que cada día, hace siglos, descendían de los cielos al alba para esculpir en la fachada la banda de música del Dios Omnipotente.

Devorado el éxtasis de la contemplación, mis dos amigos, se incorporan y debaten sobre las causas que llevaron a aquellos peones celestiales a inacabar una torre, dejando el templo tuerto o manco, según la apreciación de cada quien. Se impone el criterio de que la premura de rematar la catedral de Compostela en todos sus detalles, obligó al amo a destinarlos a la central de Santiago sin que hasta el día de hoy, traspapelado el libro de órdenes y presupuestos divinos, nadie se acordara más en las alturas de aquel templo inacabado en la muy leal y cristiana villa de Noia, por mucho que el patriarca Noé, San Marcos, San Bartolomeu y San Martiño lo urgieran en la ventanilla tras la que San Dimas tramita los proyectos pendientes de finiquito.

Meneando la cabeza toman el camino que conduce a la gloria de las playas y, al pasar frente al recién nacido puente sobre la ría, se postran de rodillas en medio de la rotonda de Taramancos e imploran al poeta Avilés que derrame sobre sus cabezas, enloquecidas por la visión del despropósito, la cenizas santas de los abrasadores versos de Última fuxida a Harar.

Al atardecer, cuando el sol chisporrotea en el horizonte marino, llegan a Porto do Son, y mientras carretera arriba lo traspasan, se estremecen porque ¡al fin! la canción de la mar anega sus tímpanos. Es ese son único, esa voz ronca que la garganta espiral de la sal marina guarda desde el principio de los tiempos y solo puede ser percibida asentado como una nube sobre el Balcón de Pilatos en Porto do Son.