Barbanza, el fuego eterno

Maxi Olariaga

BARBANZA

Maximalia

07 jul 2007 . Actualizado a las 07:00 h.

Mientras escribo la lluvia de martes golpea los vidrios de la claraboya componiendo un concierto para viento y percusión que se extiende por la buhardilla como una sábana de seda gris. Protegido de los meteoros por el tejado donde tercas anidan las gaviotas, contemplo esa foto, tan lejos tan cerca. ¿Quién teme el paso de treinta años? Han sido años felices ataviados con la alegría que da la dureza de las horas malas. La foto es memorables porque hoy sería imposible obtenerla de un modo no forzado. Perdería toda la naturalidad que expresan los cuerpos y el paisaje. No, no es la primera extranjera que llegó a Noia con su bikini; es una amiga que en los años setenta vino a visitarnos. Su hijo, en primer plano, mira al padre que está detrás del objetivo. El padre no quiso perderse la foto en la que, en un solo clic, cabía toda la Galicia conocida. Las vacas sumisas mansean, una mira al fotógrafo y la otra se oculta tímida tras la figura protectora de la sancosmeira. Nuestra amiga da la espalda sin temor alguno a los animales... todo era tan natural que nadie parece sorprendido. El mar llega a sus límites con su piel líquida arrugada por los vientos y, al fondo, O Freixo se desploma por la ladera con sus casitas blancas. Sobre las casas, la tragedia. Puede que no se observe bien en la traslación de la foto al papel de prensa, pero les aseguro que esa mancha oscura que separa la tierra del cielo azul no son sino miles de pinos que entonces perfumaban la ría, desde monte Louro hasta las estribaciones de Outes. Doblaban la cerviz de la sierra de Barbanza y por Lousame y Porto do Son se descolgaban hasta A Pobra y Ribeira conformando un festón verde y vivo que adornaba las enaguas del cielo. Fósforo asesino Cuando nuestra amiga se fue a su tierra a ver crecer a sus hijos enseñándoles de vez en cuando esta foto, alguien encendió el fósforo asesino y abrasó el paisaje por vez primera. La naturaleza que exultante dormía viviendo un sueño de siglos, huyó despavorida con su cabellera abrasada por las llamas que brotaban como torrentes de las manos criminales. Aquel día, aquel ser humano, había cometido el primer sacrilegio. Había incendiado su casa, la casa común de las ardillas, las serpientes, el conejo y el gavilán. El nido del cuervo y la rama del búho. La casa de todos. Aquel ser humano, con sus dedos de fuego, había hecho del mar un espejo urente sobre el que agonizaban las brasas chisporroteando mientras se hundían en las aguas atufando a las robalizas y a las algas. En algún lugar, sobre una mesa oval, los proyectos y el dinero circulaban de unas a otras manos llenas de semillas de eucaliptos y la nueva planta pobló con su raíz asesina las tierras abrasadas. El pino, el castiñeiro, el nogal y el carballo fueron poco a poco acobardándose, retrocediendo, ocultándose tras la estatura y la prepotencia de la nueva planta, y el fuego, un actor más, entraba y salía de escena a las órdenes de un director desconocido que cada solsticio encendía la mecha dejando como secuelas fantoches ennegrecidos de lo que un día fueron plantas nobles, vigorosas y presumidas. Fronteras verdes de carreteras y caminos. Sombras protectoras de lagartos, pájaros y mariposas. Descanso de caminantes exhaustos. Nidos de besos, cajitas de música donde se escondían las caricias más íntimas. Mi amiga Aurora Sancho está ahí en esas fotografía dando fe de lo que un día fue el decorado que los dioses colgaron en nuestra ría. Al fin comienza el verano y esta familia quizás vuelva a la playa donde las vacas soñaban con pastos de arena blanca y con fuentes de agua salada. Tal vez la sancosmeira, su alma santa, sobrevuele la ría arrastrando como una cometa la cinta de su sombrero. Quién sabe... puede que por una voz, los fósforos se ahoguen en la baba estúpida de las bocas negras. Puede que por fin sólo se escuche la sirena de la lonja llamando alegre a la subasta. No más bomberos, no más ambulancias. No más muerte, por favor.