Los veranos de playa que César tiene prohibidos

María Hermida
maría hermida VILAGARCÍA / LA VOZ

AROUSA

capotillo

Aunque a veces logra caminar, usa silla de ruedas. Probó a ir a arenales accesibles y la experiencia no fue buena

29 jun 2016 . Actualizado a las 07:46 h.

César Maquieira, de 41 años, tiene en su memoria esos veranos que todo adolescente feliz recuerda; los de ir pedaleando en la bicicleta para darse un buen chapuzón con sus amigos. Vivía en el centro de Pontevedra y, como a tantos otros chavales, sus piernas lo llevaban a menudo y sin problemas hasta Samieira para disfrutar en las playas de esta parroquia. O incluso hasta el litoral de Sanxenxo. Se bañaba, se divertía y hasta hacía sus pinitos como submarinista. Todo ello hasta los 17 años. Ahí su historia empezó a ser un tanto distinta.

En realidad, aunque hasta esa edad tenía la misma vida que cualquier otro chaval, dice que nunca corrió como el resto de los niños. «Pero no era ningún problema», señala. En la adolescencia empeoraron las cosas. Tenía dolor, problemas de movilidad... Estaba claro que algo no iba bien. Empezaron las pruebas, las visitas a los médicos... Al principio, según dice, se achacaban sus males a las cosas típicas de la edad. «Decían que podía ser del crecimiento... Ojalá fuese cierto», indica. Pero la realidad era otra. Finalmente, llegó al diagnóstico. Padece una enfermedad rara llamada distrofia muscular de Becker que, poco a poco, fue minando su movilidad. Y desde hace un tiempo usa ya la silla de ruedas. Con ella inauguró una etapa vital nueva; desde ella intenta luchar por los derechos de las personas con discapacidad.

La excusa para hablar con César es el verano. Los estíos que él recuerda, de niño y adolescente, y los que empezó a tener a raíz de sus problemas de movilidad. Cuenta él que al principio, cuando todavía podía caminar mínimamente, iba a la playa «arrastrando los pies». Era duro andar sobre la arena. Pero lo hacía porque sus hijos eran pequeños -ahora tienen 15 y 10 años- y quería verlos disfrutar en el mar. La enfermedad avanzó y llegó el momento en el que ya no lograba caminar por los arenales. Así que quiso intentarlo con las sillas anfibias que supuestamente ponen en bandeja que las personas en silla de ruedas puedan bañarse. Pero las cosas, al menos en su caso, no fueron demasiado bien.

Se desarmó la silla

Recuerda varias excursiones al mar en la comarca. Y se le vienen a la cabeza todas las trabas que se fue topando. Por ejemplo, ir a la playa donde supuestamente hay sillas adaptadas, que le dijesen que estaba en otro sitio y tener que cambiar de arenal sobre la marcha, para desesperación de sus hijos, que como todos los niños querían disfrutar rápidamente del mar. O encontrar por fin esa silla y vivir una situación surrealista: «Cuando la cogí ya me dijeron que tuviese cuidado, que se desarmaba. Y sí, se desarmó justo cuando yo estaba en el agua. Afortunadamente, en mi caso puedo nadar un poco. Pero lo pasé mal... Sobre todo porque acabé enfadado y defraudado y lo que debía ser un día de alegría acabó chafándose». César señala que lo suyo podría ser una anécdota y punto Pero que la realidad es que muchos de los recursos para mejorar la accesibilidad no pasan un mínimo mantenimiento o se compra el aparato pero no hay quien ayude a la persona con discapacidad a manejarlo. «Solo hace falta preguntar y ver que muchísima gente en silla de ruedas no va a la playa, no se atreve», indica. Luego, recuerda algún otro episodio nefasto: «A veces llegaba, me encontraba con accesos malísimos o cosas así y acababa quedándome en el coche mientras mi familia iba a la playa. Y eso, poco a poco, te quema por dentro».

Reconoce César que se dieron pasos de gigante en algunas cosas, como que en determinados arenales haya zonas de sombra reservadas para personas con discapacidad, pero que no son suficientes. Así que él, de momento, no tiene ganas de volver a probar suerte en una playa. Lo dice y se le nota enfadado. Pero enseguida cambia su tono de voz: «En realidad soy un privilegiado, hay gente que está muchísimo peor, siempre la hay. Por ejemplo, yo gracias a que durante tiempo pude trabajar y cotizar ahora tengo una pensión contributiva, otras personas en mi situación tienen una paga no contributiva y lo pasan muy mal económicamente. Así que hay que luchar y seguir».

Esa es su meta. Amarrarse a lo bueno que hay a su alrededor y luchar para cambiar lo malo. Sonríe cuando habla de la heroína que le tocó como compañera de vida. «Conocí a mi mujer un mes antes de que me diagnosticasen la enfermedad, ella sí que tiene valor», afirma. Así, con ese recuerdo, casi termina de hablar. Pero añade: «La familia sufre. Por eso hay que superarse día a día».

Dice que tras varios intentos fallecidos de disfrutar en el mar y ver que todavía queda camino por recorrer en cuanto a accesibilidad, prefiere quedarse en casa «para no acabar defraudado y enfadado»