Universitarios con clase

Jesús Merino PROFESOR DE FILOSOFÍA

AROUSA

29 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

El mundo en que vivimos es un lugar extraño, confuso, mal organizado, y quizás absurdo. Tenemos recursos de sobra para alimentar a toda la humanidad y muchos millones de personas apenas tienen para subsistir o mueren de inanición. Mientras tanto, en los países que se llaman a sí mismo desarrollados parte de la población se pasa la vida buscando remedio a su obesidad. Tenemos las herramientas para hacer accesible la cultura a todo el mundo, y millones de personas jamás podrán acceder a la posibilidad de leer y escribir. Simultáneamente, en otros lugares, muchos niños y jóvenes se aburren mortalmente en las escuelas o son diagnosticados como víctimas de déficits. Tenemos necesidad de afecto, de reconocimiento, de pertenencia, y nos pasamos la vida embarcados en conflictos bélicos espantosos, de cuyas consecuencias no queremos responsabilizarnos, y cerramos fronteras, construimos muros y recogemos cadáveres en las playas.

El filósofo Inmanuel Kant señala en una de sus obras que lo que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, mientras que lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, posee una dignidad. Con esto quiere justificar su visión de los humanos como seres dignos. Un par de siglos más tarde, la Declaración Universal de los Derechos Humanos señala enfáticamente la dignidad intrínseca de todo ser humano, por el mero hecho de serlo. Más recientemente, en algunos sectores de la población va conformándose la convicción de que esta característica no es exclusiva de los humanos, sino que también nuestros parientes más próximos del reino animal merecen alguna consideración semejante a la que establecemos para nosotros mismos.

¿Por qué les cuento todo esto en este artículo? Porque en medio del despropósito somos capaces de preguntarnos por el sentido. Porque en medio de la barbarie somos capaces de engendrar la lucidez y desarrollar el pensamiento. Porque, a pesar de nuestras miserias, hay en nosotros un impulso inagotable que nos lleva a conocer, a descubrir, a reflexionar. Y ese impulso no desaparece aunque por diversas circunstancias no podamos atenderlo.

Acabamos de conocer a algunas personas adultas que han tomado la decisión de acceder a la universidad, que se han preparado con esfuerzo y tenacidad para dar un paso que a muchos les puede parecer un sinsentido. Pero su gesto es valioso, es importante, es una manifestación de su dignidad. Su apuesta por la formación, por el estudio, por el desarrollo de sus capacidades es un signo de esperanza para esta sociedad descabalada. Que el éxito les acompañe.