La maravillosa vida que empezó con un accidente

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

AROUSA

RAMON LEIRO

Era buceador profesional, sufrió un siniestro de tráfico y se retiró al rural; cría conejos silvestres y es feliz

04 may 2016 . Actualizado a las 15:45 h.

Si uno va hasta la cinegética Monteagudo, en Barro, un lugar lleno de túneles de madera -técnicamente se llaman así, pero en realidad son como grandes casitas de madera- donde se crían los conejos salvajes, las perdices, codornices o faisanes que repueblan luego montes y cotos de caza de toda Galicia y España, es mejor que no lleve prisa. Porque hay dos cosas que merecen la pena en este lugar: ser testigo de la cría de los animales, ver cómo devoran la tonelada y media de hierba fresca que les proporcionan cada día y cómo las diminutas crías son amamantadas, y, sobre todo, descubrir la historia de José Manuel Monteagudo que, junto a su mujer, Celeste Vázquez, fundó el negocio. Él, de mediana edad, es de esas personas que uno envidia por la felicidad permanente que emanan.

José Manuel Monteagudo es de Barro. Pero de joven, para ganarse el pan, se trasladó a vivir a Marín. Trabajaba en un astillero y su mujer como dependienta. Él era buceador profesional, de los que retiran cabos enganchados en las hélices de los barcos o hacen otros apaños a las embarcaciones bajo el agua. Un día, cuando iba a reparar un barco de madrugada a la zona de Cangas, se quedó dormido al volante. Su vida cambió aquella noche. Hace ya casi treinta años desde que esto ocurrió, pero lo recuerda bien: «Tiven un golpe grandísimo, caín co coche por un barranco e quedei varias horas alí tirado, ata que recuperei a consciencia. Quedei bastante mal, perdín un ollo e do outro teño pouca visión», señala.

Tras el suceso, su vida profesional aparentaba rota. Pero, afortunadamente, le esperaba otra más maravillosa. Monteagudo y su mujer se trasladaron a vivir a Barro, en principio, para poder cuidar a su abuela. Pero fue un destino, de momento, definitivo. Por esas cosas curiosas del destino, José Manuel empezó a criar tres conejas de monte. Tardó tiempo en coquetear con la idea de montar un negocio cinegético. Le dio muchas vueltas, algunos pasos hacia adelante y otros hacia atrás pero, al final, su instalación se puso en marcha.

 

Da trabajo a diez personas

Ha llovido desde entonces. Cinegética Monteagudo, según él explica, es un gigante en su sector a nivel nacional e incluso europeo. Ahora mismo trabajan en las instalaciones, además de él y su mujer, otras ocho personas. Pero la industrialización de lo que empezó «case por casualidade» no le ha robado el encanto al lugar. Porque lo mejor de esta cinegética es que, aparentemente y para un profano en la materia, no recuerda en absoluto a una granja. Es cierto que los conejos, sobre todo los pequeños, están en nidos de madera y rejilla. Pero también los hay que pastan libres. Las aves, también en casas de madera, revolotean en cuanto lo ven entrar. De repente, una perdiz se escapa. Y José Manuel no se apura en intentar cogerla: «Déixaa ir, tamén da gusto ver como voan por aí. Ademais aos montes boa falta lle fai, que non quedan case perdices», señala.

José Manuel tiene ahora clientes de toda España. «Afortunadamente temos demanda tanto de sociedades de caza como de terratenentes de zonas de Castela ou Estremadura con fincas moi grandes», indica. Por vender, hasta venden conejos a un cliente en Baleares, al que le mandan los animales por avión.

En un momento de la charla con José Manuel, mientras hace volar un buen número de codornices y uno llega a entender la congoja que sintió Tippi Hedren en Los Pájaros, la conversación cambia de rumbo. Y en ella se cuelan dos mujercitas. José Manuel habla entonces de Ana y de Vera, sus hijas. Celeste y él viajaron dos veces a China para adoptar primero a Ana y cuatro años después a Vera. Este padre orgulloso de unas jóvenes que destacan en el colegio y la música, recuerda bien el momento en el que las conoció: «Ana tiña unha mirada moi intensa, cravoume os olliños nada máis collela. Vera era moi alegre, sorría moito». Recuerda esos momentos y la voz se le entrecorta. «Pónseme a pel de galiña», confiesa. Y no es al único al que le ocurre eso.