El burro que puso glamur en A Toxa

Susana Luaña Louzao
susana luaña VILAGARCÍA / LA VOZ

OURENSE CIUDAD

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La curación milagrosa de un borrico dio fama a las aguas medicinales y a su balneario

12 ago 2014 . Actualizado a las 15:03 h.

Aquel vecino de San Vicente que tenía un burro moribundo no tenía ni idea de lo que eran las estrategias de promoción turística, pero el fue de los primeros que las puso en marcha, por eso los grandes hoteles de A Toxa, los restaurantes de O Grove y, en general, toda la sociedad meca, debería agradecérselo. A él y a la condesa Emilia Pardo Bazán, que a través del artículo La vida contemporánea que publicó en la revista La ilustración artística, logró que la alta sociedad de medio mundo se enterase de las propiedades terapéuticas del agua de A Toxa y eligiese ese hermoso paraje como lugar de veraneo y descanso, solo cuatro años después de la inauguración del Gran Hotel.

Las historias sencillas son, a menudo, las más efectivas. Y la del burro lo es. Dice la leyenda que un lugareño de O Grove, que tenía un burro muy enfermo, como no quería sacrificarlo y le daba pena verlo morir, decidió abandonarlo en una isla próxima a su casa donde solo crecían los matojos. Días después volvió para ratificar sus más sombrías sospechas, pero en lugar de encontrarse el cadáver del borrico se topó con un animal lustroso que se había recuperado por completo y que se rebozaba satisfecho de la vida en un lodazal.

Lo del baño en el barro es fundamental en la historia, porque así fue cómo el hombre se percató de que posiblemente esas aguas tuviesen mucho que ver con la recuperación milagrosa del burro. De ahí al nacimiento de la tradición termal en la isla y al desembarco de la nobleza, la clase pudiente, los políticos y los famosos no hizo falta más que poner a escribir a doña Emilia Pardo Bazán: «El Colón de este nuevo mundo de la salud fue un burro -decía la condesa-. Un verdadero borrico, cuadrúpedo, cubierto de mataduras y de tiña, al que abandonaron para no descoyuntarlo en una isla desierta. Y al cabo de unos meses, cuál sería la sorpresa del dueño al encontrar un burro sano, saltando, con el pelo tan reluciente que envidiaría la cabalgadura de Sancho Panza».

Leyendas de manantiales

Como el dueño del burro y sus vecinos mecos, nuestros antepasados no eran capaces de explicar el origen curativo de las aguas medicinales. Hoy se sabe que las de A Toxa, como las de otros manantiales gallegos, son curativas o terapéuticas por su condición sulfurosa, por su temperatura y, en ocasiones también, por la fuerza con la que manan. Pero en tiempos en los que la medicina no era una ciencia, cualquier fenómeno de esta naturaleza se achacaba a causas sobrenaturales o se tranquilizaba la conciencia basándolo todo en una leyenda. Ese es el caso de O Grove, pero no el único. Las tierras gallegas son ricas en manantiales de este tipo y cada uno de ellos tiene sus ritos y sus mitos.

Augas Santas, por ejemplo. El nombre lo dice todo. En este hermoso enclave de Allariz se ubica la historia de Santa Mariña, una huérfana piadosa de la que se enamoró perdidamente un perfecto romano. Como ella lo rechazó, fue secuestrada, martirizada y hasta quemada en un horno del que la salvó San Pedro. Finalmente la decapitaron, y su cabeza, separada de su cuerpo, rebotó tres veces, y de cada uno de esos lugares surgió un manantial de aguas cristalinas.

Tampoco las Burgas de Ourense se libran de su leyenda. Dicen los paisanos que las aguas milagrosas nacen de debajo de la capilla del Santo Cristo, en un intento de dar carácter religioso al fenómeno, aunque otra versión las hace brotar de los subsuelos de Montealegre, donde hay un volcán en permanente peligro de erupción.

Pero estas explicaciones mágicas y fantasiosas no se pueden achacar únicamente a la ignorancia de las gentes, porque las aguas termales ya eran muy apreciadas por los romanos, y también ellos basaban sus propiedades en el amparo de sus dioses paganos. En Caldas, por ejemplo, fueron halladas dos aras votivas -piedras con una inscripción de agradecimiento- dedicadas al dios Edovio, que significa «el que calienta». Muy al caso.