Cuando la soledad se sienta a comer

Susana Luaña Louzao
susana luaña VILAGARCÍA / LA VOZ

AROUSA

MARTINA MISER

La única persona que ven al día la mayoría de los usuarios es a quien le lleva el menú

16 feb 2014 . Actualizado a las 06:54 h.

Todas las mañanas, Ana elige las más sabrosas hortalizas, las frutas más frescas y lo mejor de lo que hay en la despensa de Cáritas para cocinar el menú que más se cuida en la entidad, el del Comedor sobre ruedas. Ana es la cocinera del servicio y también la que todos los días les lleva la comida a casa en una furgoneta de la interparroquial.

El miércoles tocaba coliflor con patatas cocidas y huevo duro, croquetas y mandarinas. A las doce y media, cuando en el comedor social huele a comida que alimenta, ella carga el coche y se dispone a hacer su recorrido, desde Carril a A Illa pasando por Cornazo y Vilanova, donde viven sus ocho comensales. «Antes tenía más», asegura.

Lleva ocupándose de este servicio desde su creación, en el año 2006. Por supuesto, es su trabajo, pero es mucho más que un trabajo. Las condiciones en las que subsisten la mayoría de los beneficiarios hacen imposible no involucrarse con su problema. Un favor que piden, un beso, un poco de conversación, una denuncia, unas lágrimas... «Sí, es difícil, al principio pensé que no lo iba a soportar, que lo iba a dejar, pero te acabas acostumbrando». Y eso que casi siempre es imposible marcar una barrera entre la obligación y la devoción. «Si es por ellos me quedaba aquí tiempo charlando, pero hay que tener en cuenta que me queda mucho recorrido y no quiero que a los últimos les llegue la comida fría. Es normal -admite-; algunos solo me ven a mí en todo el día».

Dos hermanos solteros, no excesivamente mayores, pero sí con problemas económicos y de habilidades para alimentarse convenientemente. Una mujer en silla de ruedas con obesidad mórbida que no cuenta con el apoyo de su familia. Una madre y su hijo de 20 años, ella alejada del mundo y él con un grave déficit alimentario hasta que pasó a ser usuario del servicio, a la espera desde hace tiempo de que le den una plaza en un centro social. Un hombre divorciado con problemas de alcoholismo y un trastorno psiquiátrico sin determinar, con la casa llena de escombros y riesgo de aislamiento total. Un señor mayor con problemas de movilidad, siempre dependiente de su esposa y que vive solo desde que ella tuvo que ingresar en una residencia. Y una mujer mayor e incapacitada que comparte casa con un hijo que se desentiende de ella y que hubiese querido morirse hace tiempo de no ser porque cada fin de semana recibe la visita de sus dos nietos, las dos únicas razones de ser de su vida.

La tristeza de la Navidad

Con todos ellos, con sus penas y sus enfermedades, con sus lágrimas y a veces sus sonrisas convive a diario Ana cuando todos los días, de lunes a sábado, les deja un plato caliente sobre la mesa. Asegura que es muy duro, que la gente no se hace una idea de las necesidades que tiene a su alrededor. «Y los casos peores son aquellos en los que tienen familia y no se ocupan de ellos: ahora pasa menos, porque hace falta la pensión de los mayores, pero hay cada uno... Lo más triste es cuando llega la Navidad. Yo les digo que piensen que es un día más, como otro cualquiera, pero no puedes evitar pensar cómo estarás tú cuando llegue esa edad. Lo peor es la soledad».

La soledad y la vergüenza. Porque ya se dio el caso de algún usuario que realmente necesitaba el servicio y lo dejó porque no soportaba que lo supieran los vecinos. «Me pasó hace poco con una señora. Me pedía que si no podía entrar por otra puerta, no quería que nadie la viese... Y al final decidió dejarlo y apañarse ella con sus escasos medios». Y luego está el que rechaza incluso la visita de los voluntarios que a veces acompañan a Ana. «Algunos prefieren que nadie entre en su casa, mantener su intimidad».

Porque aunque están solos, a menudo sus fantasmas se sientan también a comer.

una jornada en el comedor sobre ruedas