Política de monte quemado

Serxio González Souto
Serxio González VILAGARCÍA

AROUSA

08 abr 2012 . Actualizado a las 06:50 h.

El exconselleiro popular José Manuel Romay Beccaría retomaba en el 2002 una vieja tesis suya para explicar la proliferación de incendios en Galicia: quienes ponían fuego al monte, argüía el político coruñés, perseguían que la Xunta modificase su política forestal. Sin mentarlas, resultaba transparente su referencia a organizaciones ecologistas como Greenpeace o la propia Adena. Cuatro años más tarde, ya con el nacionalista Alfredo Suárez Canal al mando de Medio Rural, era el bipartito el que azuzaba el fantasma de una trama cuyo objetivo sería tumbar la nueva gestión de los bosques gallegos. Ahora, diez años después de aquellas acusaciones que vertía Romay, las llamas se apoderan de las Fragas do Eume. Y el personal continúa preguntándose por qué arde la foresta galaica. En realidad, no hace falta echar más humo sobre este confuso y penoso asunto. Sobran datos para percatarse de que, bajo nuestro enorme manto de cenizas, existe un profundo, antiguo y gravísimo problema de planificación.

La Xunta que aún capitaneaba Manuel Fraga reconocía, por la misma época en que Romay denunciaba oscuros intereses tras el fuego, que el plan forestal aprobado en 1992 se había incumplido de forma sistemática. La plantación de nuevos eucaliptales superó en un 70% los límites que la norma marcaba para aquel decenio. Cualquiera que haya peleado en un incendio sabe que los eucaliptos son como estopa a la hora de que las llamas se propaguen; y la única especie capaz de prosperar tras el paso de las llamas.

De forma paralela, entre 1995 y el 2006 la zona norte de Pontevedra perdía del orden de 8.000 explotaciones ganaderas. ¿Qué tiene que ver el tocino con la velocidad?, se preguntará alguno. Paciencia, todo depende de lo que corra el cerdo. La desaparición de pastizales y sembrados, asociados al alimento de las cabañas, facilita la expansión de los incendios, al privar al monte de su efecto como cortafuegos naturales, tal y como explicaba el periodista pontevedrés Alberto Castroverde en un elocuente trabajo. Esas 8.000 explotaciones eran, en definitiva, 8.000 frenos menos para el fuego. Con todos los esfuerzos consagrados al mundo urbano, la Galicia rural no parece sino un lastre con el que ir cargando a la espera de un feliz tiempo de progreso que nunca se alcanza porque siempre queda un poco más lejos. Peligrosa actitud en un país cuya riqueza reside en un sector primario que, sin embargo, raramente ha sido organizado, impulsado o potenciado desde la esfera pública.

¿Más ejemplos? La demora insoportable de la concentración de fincas de monte, que bloquea su aprovechamiento económico. Y la tolerancia social, claro. Mientras el Eume hacía suyos todos los titulares, en Vilanova ardían 11.000 metros cuadrados de monte arbolado en cuatro fuegos intencionados. Como si tal cosa. En el primer tramo del verano del 2006, justo antes de aquella semana de agosto terrorífica, O Salnés soportaba una media de dos incendios diarios. Aun así, la sensación de catástrofe solo caló entre la población cuando los focos se multiplicaron como una epidemia.

Hecho el mal, tampoco han sido muchos quienes se han preocupado por paliarlo. Pese a que el Instituto de Investigacións Agrobiolóxicas de Santiago estudia desde hace 20 años la regeneración de suelos quemados, solo Suárez Canal se preocupó por aplicar a los bosques arrasados las enseñanzas de los trabajos pioneros desarrollados por los investigadores gallegos Tarsy Carballas y Serafín González. El retorno de la gaviota le dio la puntilla, al jubilar su idea del banco de montes.

Por último, es difícil que alguien venga desde Ribeira a Tremoedo a incendiar un pinar. Quien más, quien menos, es capaz de identificar en las aldeas a los aficionados a quemar el futuro. Va siendo hora de que sus señorías involucren de una vez al mejor equipo humano del que disponen, los 315 alcaldes del país con sus miles de concejales, en la resolución de este suicidio paulatino y colectivo. Los fantasmas y las tramas, déjenselos a Pocholo y al Cachuli.

Suele olvidarse, pero en Galicia existe un cálculo sobre el número de incendiarios que podrían operar en el país. Se debe a la Xunta de Fraga y oscila entre las 5.000 y las 10.000 personas. De ellas, sostienen los psiquiatras, solo unas pocas son pirómanos. Venganza, afán económico, discapacidades, alcoholismo e incluso ideología se mezclan en este peligroso cóctel.