De vuelta al Museo

Pablo Núñez

BURELA

27 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Le escribo desde el Museo Provincial. Es la primera vez que redacto un artículo en directo, y aunque usted lo está leyendo un viernes, para algo distinto tenían que servir las tecnologías. Estoy saliendo de la sala número 8, y ya puedo dar fe personalmente: el tesoro vuelve a estar en su hogar. Sé que el retorno ha sido hace unas semanas, pero reconozco que seguía arrastrando una mezcla de tristeza y enfado, que por alguna razón me impedía reencontrarme con él. Quizá necesitaba la soledad para volver a pisar esta octava sala, por ello dejé pasar las jornadas y me acerqué a primera hora, justo tras la apertura. Subo las escaleras a tiro fijo, y busco la primera exposición a mi derecha. Todavía cerrada con la puerta de reja. Me siento ansioso.

Uno de los guardias de seguridad, que me acompaña desde la planta baja, abre las cerraduras y libera la pesada puerta. Emoción. El resplandor del oro ilumina la oscura estancia y me ilumina a mí, como tantas y tantas veces desde que era niño. Tengo ante mí al carnero alado, a su izquierda el torques de Burela, y más allá sus escoltas de lujo. La colección luce hermosa, deslumbra, me envuelve con ese cariño que lo ha hecho siempre. Para un inventor de historias, los sueños se convierten en palabras, en novelas, en personajes que hace miles de años lucían estos mismos torques, pulseras o aros. Vienen a mi mente las leyendas, el pasado de mi tierra y el orgullo de pertenecer a ella, que a buen seguro tenían ellos, como lo tengo yo.

Hago un recorrido impulsivo, como queriendo comprobar que todo está en su sitio. Me detengo luego con más calma, apreciando los detalles. Les confieso que había jurado que no volvería a ver tan magnífica colección de orfebrería, jamás si se exponía en algún lugar del planeta que no fuese Lugo. «Aquí estás, viejo amigo», le guiño un ojo al carnero. Una vez más me seducen sus filigranas talladas, al igual que otra de mis piezas favoritas, la arracada de Burela. Me inclino para admirarla a través de la lupa de aumento. ¿Cómo es posible para un orfebre de aquella época, con los materiales y herramientas de entonces? Bajo al claustro del convento de San Francisco, respiro aire frío para dejar escapar el enfado y la tristeza. Los dejo atrás, los olvido. Escribo y envío.