Malick profundiza en la maldad tóxica en «Knight of Cups»

josé luis losa BERLÍN / E. LA VOZ

CULTURA

HANNIBAL HANSCHKE | REUTERS

Llegó como la gran apuesta de la Berlinale y ha derivado en bochorno por irritante anticine

09 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

De aquellos polvos vinieron estos lodos. El culto hacia Terrence Malick, magnificado a partir de la Palma de Oro a la egocéntrica The Tree of Life, provocó en el cineasta una deriva mística entreverada de estética de spot publicitario, que ya aterraba en To the Wonder. Y que alcanza la cima de su toxicidad en Knight of Cups, que llegó como la gran apuesta de la Berlinale y ha derivado en bochorno porque en ella Malick se disgrega ya en un ejercicio de irritante anticine.

Knight of Cups, en su disolución de cualquier signo narrativo al servicio del vacío, es un frenético encaje de secuencias en las que Christian Bale, Cate Blanchett y Natalie Portman se van desplazando como maniquíes de anuncio de vermú, con toques de paródica «grande belleza», muchas puestas de sol, piscinas con chicas malas y, por si acaso, la voz en off que predica sentencias moralistas, supuestas perlas trascendentes que se quedan en bisutería «majorica» y un cura, que sale ya por habito en el cine de Malick, igual que Hitchcock salía, a partir de un momento, en todas las pelis de Hitchcock.

Hablo de la toxicidad que provoca esta degeneración ya irreversible en Malick, en una sala con más de mil personas donde se respira que hay gana general de escapada. Pero solo una cincuentena de personas sensatas huyen. Aguanto hasta el final y al menos me compensa una voz crítica y altisonante que llama dos veces «golfo» (sic) al cineasta gurú en el silencio del Palast, apagando los aplausos de los diez o quince que aún no se han quitado de la secta malickiana.

En Mr. Holmes, Bill Condon intenta repetir con Ian McKellen aquella poderosa Dioses y monstruos, donde el actor británico encarnaba al padre fílmico de Frankenstein. La idea de un Sherlock Holmes real, nonagenario, fumador de cigarrillos, dejaba espacio a la ucronía ocurrente. Pero el filme es plano, de paso corto, nunca termina de despegar.

Patricio Guzman reanuda en El botón de nácar el surco iniciado en Nostalgia de la luz, en la que el antiguo colaborador de Allende se reinventaba en una muy bella conexión entre el cosmos, el desierto de Atacama y la huella de los desaparecidos en la dictadura chilena. Ahora es el agua el vehículo conductor de una poética nada inflada, donde todo fluye hacia la confluencia de la persecución de los nativos de la Patagonia en el siglo XIX y de los «zurditos» durante la Operación Cóndor. Notable película, sin duda lo mejor hasta ahora de la tan torcida competición.