Las últimas y confusas horas de un régimen

Miguel A. Murado

INTERNACIONAL

12 feb 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Una salida digna. Eso era lo que obsesionaba a Hosni Mubarak desde hace dos semanas. Finalmente, no la ha tenido, y a nadie puede culpar de eso salvo a sí mismo.

En realidad, la suerte de Mubarak quedó sellada el 30 de enero. Hoy sabemos que ese día en que unos cazas sobrevolaron a baja altura la plaza Tahrir se dio la orden al Tercer Ejército egipcio de dispersar a tiros a los manifestantes. Pero los oficiales no obedecieron. A partir de entonces, Mubarak ya solo podía jugar de farol. Para ello contaba con la complicidad fría del anciano general Tantawi, su ministro de Defensa e íntimo amigo (el «perro faldero», le llaman los jóvenes oficiales). Con el apoyo también de la Casa Blanca, el trato era sostener al presidente hasta septiembre, siempre que hubiese reformas mínimas y la presión de la calle cediese.

El plan se vino abajo el miércoles, cuando las protestas tomaron una ruta revolucionaria. Veinticuatro horas después, los jefes militares se reunían sin Mubarak y tomaban la decisión: el rais se iba. Pero lo que siguió la tarde de ese jueves terminó siendo una broma pesada. Mubarak apareció en televisión pero no dijo lo que estaba previsto. Todo lo contrario. Desafiante, indignado, pronunció un discurso tan similar al de la semana anterior que dio la impresión de que alguien se había confundido de cinta. Incluso repitió su profecía prematura de que «moriría en la tierra de Egipto».

¿Qué había ocurrido? No está claro. Quizá quiso ganar por la mano a los militares; quizá el encargado de explicárselo todo fue el torpe de Tantawi; o quizá cambió de opinión en el último momento. Justo antes de grabar su mensaje llamó a una persona: el líder israelí Benjamín Ben Eliezer. Que su último amigo fuese el ideólogo del muro de Cisjordania revela la profundidad de la soledad de Mubarak. Por eso tuvo palabras duras para con Washington. Mubarak se sentía traicionado. Fue su primera y última rebeldía frente a su patrono.

Ridículo e indignación

Para entonces, la indignación de la calle en El Cairo solo era comparable con el pánico en Casa Blanca y en la cúpula militar egipcia. Miles de manifestantes echaban a andar en dirección al palacio presidencial para tomarlo. El Ejército no sabía qué hacer. Pero enseguida tuvieron algo aún más grave de lo que preocuparse: una veintena de capitanes y coroneles se quitaron ostensiblemente los uniformes y se unieron a los manifestantes. El riesgo de división en el Ejército era real. El teléfono del general Tantawi echaba humo. Washington ardía de indignación por el enésimo ridículo que le habían hecho hacer al presidente Obama, y de terror ante un viernes incendiario. El golpe no podía esperar más.

Y fue en Heliópolis donde terminó todo, como tantas cosas. En este barrio se encuentra el palacio presidencial, edificado sobre los restos de los palacios de los faraones. En esta tierra abonada de regímenes que ya no son, se puso fin al último de ellos. Un entrar y salir de altos mandos del Ejército daba a entender que se cocía algo. Finalmente, Mubarak, el antiguo piloto militar, salía por aire camino del Sinaí, una tierra en la que él mismo combatió (y perdió) en 1973. Ahora ha perdido el resto de Egipto. Ni siquiera se despidió. Lo hizo su vicepresidente, en menos de un minuto. Tan poco valía ya su despedida.