La carísima justicia gratuita

Jorge Casanova
JORGE CASANOVA REDACCIÓN / LA VOZ

GALICIA

Mucha burocracia, poco ciudadano y toques surrealistas en un día de juicios penales

22 may 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Si uno pregunta en cualquier ámbito de la Justicia dónde están los juzgados más atascados, lo más normal es que la respuesta señale a los de lo penal. La idea remite ya a un ámbito criminal de cierta intensidad: estafas, robos con violencia, agresiones, homicidios... Hoy haremos un marcaje en una sala de vistas donde un juzgado de lo penal de A Coruña tiene señalados cuatro juicios entre las diez de la mañana y la una de la tarde.

El primero es una estafa. El acusado, un senegalés, espera a la puerta acompañado de un compatriota y un abogado de oficio que los acaba de ver por primera vez en su vida. «Estoy sustituyendo a una compañera». Los hechos que los han traído hasta allí se remontan a agosto del 2007: una redada de manteros en la calle Real. Mientras el abogado me lo cuenta, sale la funcionaria a preguntar. El primero, el acusado. Pero no tiene pasaporte, ni carné, ni cédula, ni papel de ningún tipo. No importa. La vista se retrasa media hora, al parecer porque no llega el intérprete. Sin embargo, luego se desvelará que era el fiscal el que había olvidado algún papel.

Solucionado el asunto, entramos todos y la vista empieza sin traductor. El juez explica que en algún punto del proceso y al ser varios los demandados, se renunció al intérprete. Pero frente a su señoría el acusado muestra una desoladora falta de entendimiento:

-¿Se declara culpable o inocente?

-Sí.

-¿Entiende lo que le estoy diciendo?

-Sí.

-¿Inocente?

-Sí.

Finalmente las partes optan por que el acompañante se incorpore y ejerza de traductor. Y entonces viene la sorpresa. Lo que supuestamente iba a cerrarse con una petición de unos meses de prisión por una falta se viene abajo porque el acusado dice que aquella tarde estaba por allí de paseo y que los cedés que incautaron no eran suyos. Entran a declarar dos policías. Uno detrás de otro. Pero ninguno lo vio vendiendo. Uno coordinaba la operación y el otro certificó que lo incautado era un producto ilegal. ¿Y entonces, la declaración que firmó en comisaría aquella lejana noche del 2007 admitiéndolo todo? El acusado cuenta a través del improvisado intérprete que acababa de llegar a España, que no entendía nada y que dijo a todo que sí. Más o menos como ahora. Por más que le preguntan, el acusado lo niega todo ante el descoloque de la fiscala, que acaba pidiendo un año de cárcel.

Hechos indemostrables

En media hora hemos asistido a un desfile de funcionarios bien formados y bien pagados culminando un proceso que se ha demorado durante casi cuatro años y que ha generado un expediente, sobre la mesa del juez, capaz de contener una edición bilingüe de Los pilares de la Tierra. Traducido en euros, suma una pequeña fortuna para llegar a un punto donde parece indemostrable condenar a un acusado que ni siquiera puede certificar que es quien dice ser, por un delito que todo el país piensa que ha dejado de serlo.

El resto de vistas a las que asistiremos esa mañana no harán sino confirmar la primera impresión. El segundo pleito que el juez debe resolver es un caso de violencia doméstica. A las puertas de la sala un hombre joven con pinta de acusado y un grupo de tres mujeres y un chico con pinta de acusadores. Cuando entramos en la sala, el juez nos explica que no habrá vista. Pide disculpas a las personas que han venido a declarar, desplazadas desde Sada, y admite que se les ha olvidado citar al abogado defensor, con lo que el juicio no se puede celebrar. Acuerdan otra fecha 40 días más tarde y nos quedamos todos esperando que la impresora, que solo funciona cuando quiere, saque las citaciones. Más papeles al expediente que, en este caso y por tratarse de un asunto de violencia sexista, que se tramitan con prioridad en todos los penales, ha tardado menos de un año en llegar a la sala desde que ocurrieron los hechos.

Sesenta euros, dos años

El tercer juicio tiene también su miga. Se juzga a un preso de Teixeiro por robar de un coche en el 2006 un reproductor de cedés y varios discos. El valor total de lo robado: 60 euros. Las pruebas que lo acusan, una huella dactilar en el exterior del coche. La petición del fiscal, dos años de cárcel. A la puerta espera, con cara de fastidio, la dueña del coche. Cuenta que ni siquiera vio los hechos, la avisó la policía. Puso una denuncia y se olvidó del asunto, hasta hace un año. De hecho, ya ni tiene aquel coche. Es autónoma y cada minuto que pasa es tiempo que pierde: «No lo entiendo».

La última vista se presenta en el tablón como «desórdenes públicos», aunque con un fondo también de violencia doméstica. Se juzga a otro preso por arrancarse una pulsera con localizador que llevaba como consecuencia de una orden de alejamiento. Alega que sufrió un ataque de ansiedad y no se le ocurrió mejor forma para que lo rescatara una ambulancia que quitarse la pulsera. Dos guardias custodian al acusado y otros dos acuden como testigos; cuatro funcionarios más que dedican su jornada a aclarar un incidente que se resuelve con una petición de tres meses. Al final, el juez, escamado de verme toda la mañana tomando notas, me pregunta. Cuando le informo, se justifica: «Bueno, hoy ha sido un día un poco raro. Normalmente no es así». Tengo que creerlo. Es mejor que pensar que esta jornada elegida aleatoriamente es verdaderamente un día tipo en una sala de audiencias.