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Adictas al sacho

J. CASANOVA REDACCIÓN / LA VOZ

AGRICULTURA

Dos mujeres ejemplifican en Curtis y Teo dos caminos distintos en la explotación de una granja ecológica

25 abr 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Isabel y Dolores son dos mujeres de 50 años que comparten una filosofía similar. Un día, cansadas de una vida que no les satisfacía, agarraron el sacho y prometieron no aliarse nunca con la química. Apostaron a que saldrían adelante y lo consiguieron. Sin embargo, unos cuantos años después, se encuentran en situaciones diferentes que reflejan en alguna medida la paradoja que plantea el crecimiento empresarial en este mundo en el que la satisfacción personal y la armonía pesa a veces más que la calculadora.

Isabel me recibe hambrienta en su tienda de A Coruña. Horta+sá, se llama el negocio por el que, de buena mañana, pulula un envidiable número de clientes. Isabel López Chamorro apenas me deja curiosear por el local. Embutida en una bata verde con el logo de la tienda, que comparten otro par de empleadas, me saca hasta la cafetería cercana. Acaba de hacerse un análisis de sangre y todavía está en ayunas. Participa en un estudio clínico para comprobar el efecto de los químicos que ingerimos en el organismo. A ella apenas le encuentran residuos, claro.

Entre churro y churro me cuenta cómo ha montado su pequeño imperio. La familia vivía en O Temple y, amantes todos del campo, se trasladaron a la aldea paterna, en Curtis. «Nunca antes había cogido un sacho», afirma Isabel. Pero allí empezó ayudando a un familiar, cogiéndole el gustillo. Luego vino el curso de agricultura ecológica en Vilasantar y el invernadero para su consumo; luego empezó a vender lo que le sobraba y después los vecinos le pidieron más. Llegó el segundo invernadero, el quinto... la tienda. Hace cinco años ya que la abrió e Isabel se ríe de la crisis. Entre la producción y la venta, el negocio da empleo a siete personas.

De la aldea al piso

Isabel nunca entendió cómo sus vecinos de Curtis abandonaban las aldeas para ir a vivir a un piso en Teixeiro y tener que comprar la verdura en el supermercado de abajo. «Todo el mundo tiene tierra, pero le tienen fobia a este tipo de trabajo. Cambian la posibilidad de explotar aquello por un empleo en cualquier lugar. Tenemos que dignificar nuestra profesión».

Isabel está acostumbrada a sentir ese respeto entre los abogados, arquitectos o bancarios que le preguntan cómo mejorar sus pequeños huertos ecológicos a pie de chalé de lujo. Es una parte significativa de la clientela que compra tomates, pero, especialmente, todo lo necesario para producir sus propios tomates: semillas abonos, tratamientos...: «Es que esto engancha. El que lo prueba ya no lo puede dejar», asegura Isabel. Ella lo sabe bien porque, detrás del relato del éxito, queda la nostalgia de los primeros años; de sachar cada día, de ver crecer lechugas milímetro a milímetro, de comulgar con la tierra: «Ayer tenía mono de huerta -dice- y, cuando llegué de la tienda, me puse a sachar».

Dolores me sale a buscar a una carretera que, cerca de Cacheiras, vertebra una urbanización de chalés un poco pija. «Non me fale. Eu xa estaba aquí antes de que a fixeran», se excusa. Tras el seto que la separa de la urbanización está la casa y, alrededor, un pequeño shangri-lah hortícola, la granja perfecta del Farmville a plena producción: «Isto non está planteado como unha industria. É o ángulo contrario, unha horta familiar onde o que non se consume se comercializa».

Una antigua hostelera

Mediatizado tal vez por el entorno, siento que del relato de Dolores fluye paz, armonía, un discurso poshippy, cocinado en el interior de Galicia. Estamos junto a la casa que Dolores y su marido construyeron cuando se casaron. Ella trabajaba en la hostelería y mantenía un pequeño huerto, unos conejos, unas gallinas: «Por circunstancias tiven que deixar o traballo e pensei en dedicarme máis en serio á horta». Como siempre cultivó en ecológico, no tuvo apenas problemas para conseguir el sello. Hoy en día, vende más o menos la mitad de lo que produce. El resto es para su familia. Y con eso viven, porque su marido ya no puede trabajar. Y viven bien.

Cuenta que muchos clientes vienen a comprarle a su casa, algunos disfrutan cogiendo ellos mismos la fruta del árbol o eligiendo una lechuga en la huerta. Sabe que, si quisiera, podría vender mucho más: «Pero non quero. Xa lle dixen, isto no é unha industria». La felicidad de Dolores no está en el banco: «Cando estás mal, o máis bonito que hai é saír fóra e miralo todo», dice mostrando su huerta.

Dolores suspira por la desaparición de las abejas, por el papanatismo en el que se envolvió el rural de los cien mil tractores y los tratamientos químicos: «Eu non lle boto nada máis que o abono dos animais. Como facían antes. Nin compro semillas. Planto do que teño. A terra responde. Se a tratas ben, ela tamén te trata ben a ti».

El ejemplo de Dolores es el de una granja pequeña, pero sostenible. El abono que produce le cubre la hectárea que cultiva. Y los productos le dan incluso para hacer dulces y conservas caseras que sus clientes le quitan de las manos. Dolores tiene los ciclos cerrados y no quiere abrir más. Isabel intenta dominar el monstruo que ha creado y que la aleja, poco a poco, del ideal que soñó cuando empezó a cavar con aquel sacho que nunca había cogido y que ahora echa de menos de vez en cuando.

Dolores podría vender mucho más de lo que cultiva: «Pero

non quero»

Isabel empezó con un invernadero en Curtis y ha acabado con cinco y una tienda