Vigor y actividad en la casa de los 270 años

J. C. FRIOL/LA VOZ.

PALAS DE REI

09 ene 2011 . Actualizado a las 02:00 h.

«Agua clara». Ahí va el secreto de belleza más cotizado y jamás revelado. Doña Concha lo expone sin remilgos desde sus mejillas tersas y brillantes, sin arrugas. Sus ojos claros se iluminan al decirlo.

-¿Nunca se pintó la cara?

-Nunca na vida.

Y no resulta difícil poner en marcha la máquina del tiempo para imaginar a doña Concha en su esplendor, cuando aún era Conchiña y el pueblo decía que ella y su hermana eran las más hermosas de las que entraban en la iglesia. Ahora insiste en que siempre se lavó con agua clara y nunca una crema se puso. La belleza la ha acompañado más de un siglo. En marzo cumple 104 años.

La abuela Concha no tiene ningún problema en seguir la animada conversación allí, alrededor de la cocina de leña, en la casa de su hija, en Friol. No hay que levantar la voz ni simplificar las preguntas. Es día de chorizos y todo el mundo anda con lío. Todo el mundo son, en realidad, Ángel y Perfecta, el yerno y la hija de doña Concha. Entre los tres suman casi 270 años, pero nadie lo diría. Y eso que Perfecta explica que su madre «baixou moito» desde que le colocaron un marcapasos hace un par de meses. Un marcapasos a los 103 años. «Ven o mal, pero a morte non ven», refunfuña la abuela, pero la verdad es que, cuando el tiempo acompaña, doña Concha se levanta, se asea, coge su bastón, al que ya empieza a acostumbrarse, y se da un paseo. Va hasta el invernadero, mira sus cosas, hace su cama y presiona para que la dejen recoger la mesa o fregotear la cocina; la abuela quiere recuperar su espacio de actividad.

Boda nocturna

Un vecino de la parroquia se une a la charla y doña Concha nos cuenta cosas. Se acuerda de muchas, de casi todas. Nos cuenta que su novio, antes de ir al servicio, le pidió que la esperara: «Se cando volva estás casada, descásote, me dixo».

-¿Y se acuerda del día de su boda?

La abuela me mira en silencio durante un momento, mirada afilada, y luego me contesta:

-Tiven que ir casar de noite.

No lo entiendo. Pero su hija sí. Ella estuvo allí, en los brazos de su madre. Doña Concha me lo acaba revelando. Hay revuelo en la mesa. El vecino le recrimina en broma que nunca lo hubiera pensado de ella y la abuela sonríe, pícara. Y eso que el novio estaba en Gijón, en el servicio militar: «Estaba lexos, pero estivo cerca», dice la abuela. Y todos se tronchan.

Doña Concha no. Como máximo sonríe. Ella está forjada en el trabajo, en el esfuerzo. No ve la tele: «Nunca me parei neso. O meu foi traballar». A dolor, desde niña. No fue a la escuela -«non había»-. A los seis años se trasladó con sus padres desde el pueblo donde había nacido, en Palas de Rei, a Friol. Allí se casó y tuvo a sus hijos, tres de cuatro partos. «Fixemos casa, alpendre, aira de cemento...», recuerda Concha, hasta que su marido, aquel que quería descasarla, murió, hace 14 años. Cuando lo tenían todo.

Concha ya no come de todo. Se cuida, aunque de vez en cuando cae una freba en la batidora. A la abuela le gusta beber agua de marca y tintarla con un chorrito de vino. Son sus cosas, como dormirse en el duro banco de madera, pegada a la cocina caliente. «Se me deito eu, xa non me levanto», dice su yerno. Pero Concha aún tiene vitalidad para sorprender. Como el otro día, cuando Ángel, el yerno, intentaba sin éxito enfilar el hilo en la aguja. «Trae aquí», le dijo la abuela, que la enhebró en un segundo: «É que por este ollo vexo moi ben», se explica.

«Que viva aún muchos años», le deseo al despedirme:

-Non mos dé que non os quero.