«Los gitanos de O Vao tenemos derecho a cambiar de vida»

GALICIA

El rechazo de unos vecinos de Ponte Caldelas al asentamiento de una familia del poblado enciende los ánimos ante el inminente derribo de nueve chabolas

21 oct 2007 . Actualizado a las 13:34 h.

La chabola de Carlos Jiménez es la primera que se ve al adentrarse en el poblado gitano de O Vao, en el municipio pontevedrés de Poio y a escasos kilómetros de la capital. El miércoles, sentado en una silla y acompañado de su inseparable bastón, saluda con la mano, pero dice que ya no quiere hablar más. Su familia es una de las nueve afectadas por los inminentes derribos de estas infraviviendas y también la que pretendía adquirir un inmueble en la aldea de Vilarchán, en Ponte Caldelas. Un día antes comentaba sus impresiones: «Me siento fatal, fatal, porque teníamos la ilusión de comprar esa casa para marcharnos de O Vao».

La oposición de los vecinos de este lugar de Ponte Caldelas y la falta de dinero, según se dijo después, dieron al traste con su aspiración, aunque tanto el patriarca como su abogado mantenían su opción de pelear hasta el final por la vivienda de Vilarchán.

La situación que atraviesa esta familia con la amenaza de la piqueta y sin opción de realojo en el horizonte, porque no le satisfacen las fórmulas que le ofrece el ayuntamiento, es compartida por sus vecinos gitanos. La presencia de periodistas no es bien recibida en O Vao, a no ser que se haya pactado antes para evitar sobresaltos. Los perros tampoco suelen dar la bienvenida. Con las palabras justas -«Quedamos con Miguel, el hijo de Antonio»- son los propios habitantes del poblado los que, no sin cierta desconfianza, indican el camino. En el recorrido, destaca la presencia de coches y furgonetas, la ropa tendida al sol y la cantidad de niños, algunos descalzos, que juegan y se divierten en bicicleta.

Miguel no está, pero su mujer hace de interlocutora hasta que llega José Antonio Jiménez, su suegro. Este hombre de 51 años, natural de Redondela, insiste en que su casa no es una chabola. Se trata de una edificación de bloques de dos plantas presidida por un cerezo atado con una manguera para evitar que se tuerza. Desde el balcón, su mujer grita que los payos son peores que los gitanos: «¡El gitano no mata a nadie, no asesina, no viola...!». «Calla», le espeta su marido. Una vez y basta.

Una casa para seis

Jiménez Salazar dice que vive de la venta ambulante. Su recorrido lo lleva a ferias de Poio, Padrón, Noia, A Pobra do Caramiñal o a su Redondela natal. No tiene reparos en abrir su Ford Transit y en extraer varias prendas de ropa. En su vivienda, que tiene dos baños y cocina con microondas y nevera, residen seis personas. «Yo llevo aquí 43 años. Esta casa era de mis viejos, que ya murieron. Pago agua, basura, luz, contribución y autónomos y no queremos irnos a un piso de alquiler», explica.

José Antonio Jiménez no elude la problemática de la droga en O Vao y la mala fama cuando se le pregunta: «Aquello se acabó. La gente puede cambiar y empezar otra vida. Que digan cuándo robamos, cuándo matamos, cuándo hacemos escándalos». En su discurso no faltan alusiones a Carmen Esperón, la presidenta de la asociación de vecinos de O Vao. Esta mujer se ha significado durante los últimos años por su lucha contra el mantenimiento de un gueto marginal en la actual ubicación del poblado. «Si de noche tenemos necesidad y vamos al baño a las dos o las tres de la madrugada la Esperón ve luz y ya dice que estamos vendiendo droga, pero no es verdad», se queja.

Pese a que los afectados por los derribos lo niegan, es fácil cruzarse con personas que, a pie o en coche, se acercan tambaleándose al poblado en busca de droga.

«No queremos un alquiler»

Otra familia afectada por las demoliciones es la de Mariano Silva. En su caso, son 38 años en O Vao y 20 en su casa actual, ya que antes ocupó una chabola de madera: «¿Cómo quieres que estemos? Apurados, con el agua al cuello y más con todos estos niños». Ante una hilera de bombonas de butano apiladas en la entrada, rechaza la opción de los pisos de alquiler y, en general, cualquier otra que no pase por una casa: «No estamos acostumbrados a vivir en pisos. Este terreno lo compré yo y la solución sería que nos pusieran una multa y poder quedarnos aquí».

En su caso, la ejecución del derribo también les da miedo porque hay adosadas dos viviendas más. «Si tiran esta, ¿qué va a pasar con las otras dos? Porque también se pueden venir abajo», se pregunta. Su hijo Carlos, de luto riguroso, tercia en la conversación: «El juez dictó sentencia sin tener en cuenta las consecuencias. Tiene que entender que nadie nos quiere y que lo importante son los críos». Las mujeres y los niños se suman al corrillo. Si el día 31 llega y no hay opción de realojo, tienen claro lo que va a pasar. «Que la tiren con nosotros dentro», dice Carlos. «Mejor que nos lleven con ella o, si no, que nos dejen aquí», comenta una mujer con un bebé en brazos. Y añade: «Un techo es una vida y se nos echa encima el invierno».

Mariano Silva achaca a una cuestión de racismo las acusaciones sobre la venta de droga: «Todos los problemas vienen por eso, pero aquí ya casi nadie vive de eso y también hay payos». Una de sus nueras apunta que incluso les hacen bocadillos a algunos que pasan por delante de su casa y que van a otras a comprar. Otra cuestión que les molesta es que se llama chabolas a sus viviendas: «Las chabolas no llevan placa, la nuestra es una casa digna», que enseña sin pudor. Televisión, nevera y lavadora tampoco faltan en el territorio de los Silva. Su perro Cíbor, que tiene 14 años, también protesta, dicen, contra los derribos. «A un gitano lo tratan peor que a un perro», apunta Carlos.

Al salir de O Vao, en los corrillos sigue latente lo sucedido en Vilarchán, aunque también hay lugar para las bromas cuando pasa por el vial principal una patrulla de la Guardia Civil. «Estos son nuestros guardaespaldas», dicen.