Viejos tiempos nunca idos

Maxi Olariaga

BARBANZA

24 oct 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

Hace una semana, en el arco iris de mi vida, me reuní con mis compañeros de colegio. Solo una docena aunque me pareció abrazar al curso entero, porque cada quien traía su historia en la mochila de su alma. Nos encontramos niños con voz de sesentones alrededor de un magosto en el Pazo da Pena de Ouro propiedad del también compañeiro Felipe Bárcena. Manolo Otero trajo vino de sus bodegas y los demás, sorpresas acumuladas durante cincuenta años en el polvoriento arcón de los días amargos, también dulces, de cada hora vivida intratramuros donde crecimos jugando a estudiar y aprendiendo a estrellarnos contra el difuso espejo de la realidad.

Berberechos y empanada, amor añejo reprimido en el registro del alma, ahogaron en vino y fotografías los deseos encarcelados bajo siete llaves dibujadas en la puerta que solamente puede abrir un buen café y una copa de aguardiente de guindas. Entonces si, como un río rotundo y torturado en la estrafalaria máquina del tiempo perdido, fluyeron las corrientes, los redondos remolinos del recuerdo, las verdades tanto tiempo calladas y el amor conservado en los pupitres donde guardábamos las culebras de cristal que acosábamos en el bosque del colegio.

Todo anocheció allí, las risas y las lágrimas, los gritos y los silencios, las canciones, las misas, el primer cigarrillo y los primeros escarceos con el cuerpo propio. El último ego te absolvo a pecatis tuis del Padre Pardo, la perpetua bronca y los desprecios del Prefecto, todo se perdió río abajo hasta despeñarse en la catarata de la misa diaria, de la comunión diaria, del diario que, cada quien en su penumbra, escribió en la palma de su mano. También permanecía el alarido de las gaviotas al son del último gol del Celta en Balaídos que, como una flecha azul celeste, atravesó nuestros ojos limpios hasta el fondo de la red del deseo.

Fue una tarde mansa, de tacto, de comprobación de los dolores y alegrías que cada uno de nosotros habíamos soportado durante más de cuarenta años errantes en el paraíso perdido. Ahora ya no hablábamos de abuelos ni de padres sino de hijos y de nietos, y no nos preocupaban los cartabones ni el compás sino la salud y los dolores cercanos.

Por un momento, entre copa y copa, me pareció estar viviendo el acto final de mi vida, como si esta hubiese sido una inmensa caracola azul que recorrida sin atajos, me orientaba al origen de las primeras letras, de los primeros versos. Cuando más cerca del abismo me hallaba, cuando ya me conformaba con inmolar allí mismo mi piel empobrecida, oí la voz de Tucho Berges. «Esto hay que repetirlo. Invito a un cocido en Vimianzo a finales de enero». Entonces resucité porque acababa de encontrar una razón para seguir viviendo a pesar de la tempestad que se abatía sobre mi pobre dorna velera.

Después de muchas horas en la desesperanza del naufragio, divisé la costa y la luz cierta, aunque lejana, de Fisterra esperándome en el corazón del invierno. Así el timón, y las manos todas de mis viejos compañeros izaron el velamen raído por el temporal de los días odiosos. Levaron el ancla que dormía oxidada en el lodazal de mis noches y pusieron rumbo al último acantilado desde el que todo se contempla, el pasado, el presente y el futuro con la claridad y la certeza que tuvo Odiseo en su regreso a Ítaca. Siempre los quise y siempre los añoré. Todos y cada uno de los días de mi vida. Por eso, cuando sentí de cerca su pulso y escuché el latido de sus vidas, renací como Fénix y me juré a mi mismo levantarme siempre, aunque mil veces mi alma se desparrame en los pedregales. Ahora sé que viviré para contarlo y lo haré. Contaré la crónica del próximo encuentro con los Niños Perdidos que nunca hemos dejado de ser.