Dulce septiembre en la ría de Noia

Maxi Olariaga

BARBANZA

Politecaturas

09 sep 2006 . Actualizado a las 07:00 h.

Septiembre es la madurez de la higuera de la vida. El silencio terso del cielo y del mar. Es el verdadero año nuevo de nuestra civilización. Tiempo de fijar definitivamente los amores y de repasar la vida transcurrida. Una heroicidad aquí, una decepción allá, un mal causado acullá. Es tiempo de vid, días de racimos ya enverados que se despeñan desde lo alto de las parras, los ilumina un segundo la luna y se apagan como luciérnagas con la amanecida. La calma se instala sobre la arena y las barcas varan en la bajamar sobre una cama de nácar y porcelana que los siglos ha ido modelando puntada a puntada, hilo a hilo, hasta vestirla con las sábanas gloriosas de las brisas saladas del dulce septiembre. Esa soledad marinera que refleja la foto es sólo apariencia. Esas barcas no están solas, abandonadas, ni holgazanean en ausencia del patrón. Esos carenados nobles están abarrotados de risas, de gritos de niños que hasta ayer jugaron sobre su maderamen a los piratas y navegaron en el sueño infantil rumbo a la isla de la Tortuga, soportando en su velamen las furias desatadas de los huracanes. Bodegas cargadas de oro, de plata, de joyas y especias traídas del remoto Caribe derramando sobre cubierta una catarata de aromas coloniales. Sobre las humildes cubiertas de estas lanchas, en julio y en agosto, se han librado luchas, batallas de acero y pólvora, bajo una lluvia mansa de ron que manaba de las jarcias como un surtidor del jardín de los dioses. Desde sus costados afloró durante horas la rosa del fuego de sus cañones, la munición necesaria y exacta para quebrar el palo mayor del enemigo hasta hundir su sacrosanta enseña en la oscuridad del mar. En julio y agosto las batallas de los piratas se mueren con la tarde. A los niños los despiertan sus padres y les queman, sin dolor alguno el escenario; y el aguerrido bucanero, el corsario justiciero y el marino de la corona, inermes, vuelven a casa sin acabar de ajustar sus cuentas, sus pendencias, sus poderes. Pero no por mucho tiempo ociarán las barcas. Reunión de gaviotas A poco de salir la luna, todavía adivinándose en el oeste el reflejo del último aliento rojo del sol, un aleteo sobre la arena anuncia la asamblea de las gaviotas. Ante estos testigos de madera mudos, las gaviotas se reúnen, ocupan sus escaños de aire y cambian impresiones. Las puede ver usted por docenas mirando al mar que antaño sobrevolaban durante la pesca. Ahora sólo hablan de las cosas de la ciudad. Hablan de los seres humanos y de la cantidad de comida que les dejan en las cajas verdes y malolientes. Se han hecho vagas, indolentes. Por eso casi siempre están airadas y chillan planeando sobre nuestras cabezas. Defecan sin respeto alguno sobre los jardines, las losas y los cuerpos. Infectan nuestras ropas tendidas al sol, recién lavadas y... allí sobre la arena, oyes sus risas, presientes su mofa asamblearia. Se han hecho fuertes y las lanchas oyen y callan. Llega el dulce septiembre y la ración de la gaviota disminuye. Pero no se intimida. Vuela hacia el interior y hoy las puede usted ver contemplando el tráfico asfixiante desde las alturas severas de la Puerta de Alcalá, en Madrid. Aún reciben otra visita estas barcas que parecen solitarias. A medianoche se mezclan los besos y las manos explorando el continente de dos cuerpos sudorosos que gimen sobre tablones o acodados a su costado. Se mezclan sobre la calidez de la cubierta los fluidos y el amanecer; si va a darse un paseo por la playa entre estas barcas, percibirá sin duda un denso aroma. Brea, pólvora, esparto, sangre, fuego, besos, sudor y ron. Un pellizco de agua marina y una aspiración profunda. Entonces lo sentirá. Acaba de entrar al otro lado. Por un minuto formará parte del paisaje y verá la singladura de su vida a bordo de dos lanchas varadas.