Una lección (magistral) de vida

Rosa Estévez redac.arousa@lavoz.es

AROUSA

02 feb 2008 . Actualizado a las 02:00 h.

Todo debería haber empezado a las cinco de la tarde. Pero las vueltas que da la vida hicieron que el invitado se retrasase. Entró en el consistorio de A Illa una hora tarde, con su cazadora de cuero, su camisa roja, su pantalón de pana y una mochila deportiva. Lo esperaba un salón de plenos lleno a rebosar de adolescentes inquietos, los del instituto. Menos mal que la música amansa a las fieras. Dos grupos de chavales, dirigidos por su profesor Alfonso Malvido y armados únicamente con flautas y tambores de cartón, tocaron dos piezas para el recién llegado. Este, después de inmortalizar el momento con su móvil, se sentó y empezó a hablar.

Los chavales que llenaban la sala guardaron un ceremonioso silencio cuando el invitado tomó la palabra. No era para menos: el hombre de la camisa roja y del pantalón de pana era Emilio Calatayud, el juez de las sentencias educativas. Con todo su desparpajo andaluz -vive en Granada- se dirigió a su público para contarle un buen puñado de historias de chorizos («que son los tipos duros de verdad», dijo), de tipos duros que no lo son tanto, y de chavales normales que un día cualquiera se desgracian la vida por no pensar dos veces lo que hacen.

Todas las buenas historias tienen un prólogo. El de la charla de ayer fue un repaso por la legislación actual del que los alumnos pudieron extraer una conclusión fundamental: Los menores tienen derechos, pero tienen también deberes (obedecer y respetar a sus padres y contribuir a las cargas familiares). Y que los padres y los profesores no están para ser amigos. Están para ser padres y profesores. Algo que parece que hemos olvidado.

Luego, Emilio Calatayud rebuscó en su años de experiencia y en los más de 13.000 casos que han pasado por sus manos desde que es juez de menores (entre ellos, 30 asesinatos y 70 violaciones). De su memoria iban brotando historias ejemplares que primero arrancaban la risa de los alumnos de secundaria. Hasta que el drama tomaba el relevo al humor, como en la vida misma. Y entonces, a los chavales el rostro se le ponía serio al conocer el triste final de una joven que pesaba 35 kilos y que no supo, o no pudo, coger la mano que le tendía el juez para superar su politoxicomanía. O el de un chaval, padre de un niño de cinco años, que algún día tendrá que confesarle a su hijo que tras una loche de juerga y locura le metió diez tiros a dos chicas -solo suerte no las mató-.

El juez dijo que en su camino se ha encontrado con muchos chavales «locos, pero hay también muchos que se están volviendo locos por el inicio temprano en el consumo de drogas». Las drogas de todo tipo, mezcladas sin ton ni son, acaban convirtiendo en un chorizo al más inocente de la clase, y arrastrando al más pintado a cometer el error de su vida. Los errores se pagan. Lo dijo el juez. Cada crimen tiene su castigo, también para quienes tienen menos de 18 años. Por eso existen los centros de menores, donde por las noches, cuando se apaga la luz «lo que se oye no son gritos de asesinos. Lo que se oye son llantos de niños asustados». Calatayud prestó ayer sus ojos a los estudiantes isleños para que vean hasta donde los puede llevar una decisión mal tomada. La suya fue una lección magistral de responsabilidad.